Sermón de las rebajas
La atención mediática que reciben las rebajas tiene algo de fenómeno sobrenatural. En otras latitudes, se sabe que llegan los descuentos mirando escaparates. O consultando los medios de comunicación que, previo pago, utilizan las empresas para publicitar su derecho a liquidar los excedentes de la campaña navideña e iniciar una nueva temporada basándose en el principio de que el consumo aumenta si los precios bajan. Pese a constituir una obviedad ancestral del sistema, las rebajas se han ido transformando en un género periodístico que, con una machacona puntualidad, repite tópicos y formas más o menos perversas de inducción. Las primeras imágenes televisivas de tumultos en grandes almacenes para inaugurar campañas de este tipo eran, creo recordar, de Australia. Hace unos años, semejantes disturbios nos parecían exóticos, y las estampidas de compradores con síndrome de abstinencia abalanzándose por las escaleras mecánicas sólo ocupaban unos segundos de simpáticas secciones desengrasantes al estilo Fets i gent. Luego, vimos como, debido a un globalizado efecto imitación, eran protagonizadas no por habitantes del quinto pino, sino por amas de casa de nuestro entorno que no sólo acudían a las puertas de lo que, eufemísticamente, se llamaba céntricos grandes almacenes, sino que defendían con uñas y dientes una pole position para ser las primeras en pisar el país de las gangas. La Vanguardia incluso creó una especie de star system de las rebajas al descubrir, revisando con perspicacia su archivo fotográfico, cuáles eran las compradoras más rápidas a este lado del Llobregat. El descubrimiento tuvo algo de revelación, pero, después de algunas temporadas, el género ha decaído sin que aparezcan grandes novedades. Miento: la novedad consiste en lograr que la mujer que siempre entra primero, la famosa señora Juani, no consiga su objetivo.
Desde el interior de los almacenes, las cámaras acechan. Cuando se abren las puertas, inmortalizan, previo pacto con el departamento de relaciones públicas, el denigrante momento en el que la ola humana toma no ya el Palacio de Invierno, sino un prestigioso templo del consumo que, sin proponérselo, resume todas las grandezas y algunas miserias del liberalismo económico. Digo denigrante por dos razones. La primera, digna del más demagogo de los mendiluces: me hace pensar en las imágenes de gente en situación de desesperación, peleándose por un trozo de pan o un saco de harina (camiones de ayuda humanitaria asaltados por el hambre en territorios afectados por catástrofes naturales).
La segunda, de carácter privado: me recuerda la cara que ponían los pocos y privilegiados ciudadanos soviéticos de viaje por España que, hace 20 o 15 años, llegaban a la ciudad no con la intención de visitar la Sagrada Familia o el show porno del Bagdad, sino cualquiera de nuestros grandes almacenes y comprobar que el papa Juan Pablo II no iba desencaminado cuando afirmaba: "El capitalismo es tan ateo y tan marxista como el comunismo". En alguna ocasión me tocó acompañarlos y, al comprobar su reacción de éxtasis ante la magnificencia de la oferta (comparado con esa sensación, el síndrome de Stendhal es una mariconada), comprendí lo que significa vivir en una economía planificada por un gobierno tan miope como cejijunto (una escena de la película de Paul Mazurski Un ruso en Nueva York resume magistralmente ese momento, cuando unos moscovitas entran por primera vez en Bloomingdale's). Por eso me da cierta grima contemplar a manadas de conciudadanos que, teniendo la inmensa suerte de poder comprar todo el año (siempre que sus ingresos se lo permitan) e incluso de disfrutar de las rebajas sin exhibirse, se prestan a estos multitudinarios shows que, a su vez, retroalimentan tantos minutos de artificial atención colectiva.
Este año, el ritual se ha repetido. Los programas de radio y de televisión públicos y privados han enviado a sus unidades móviles o a sus reporteros más transgresores. Los periódicos han elaborado reportajes que incluyen reflexiones, datos, estadísticas comparativas y pesimistas proyecciones sobre el consumo. En la radio, incluso he oído a una mujer que, indignada, afirmaba haber llegado de las primeras a los grandes almacenes para desbancar a esa bruja que lleva años ganando la competición. "Això ja feia fàstic", aseguraba con la contundencia del candidato que lamenta que su rival lleve, pongamos, 23 años en el cargo. Micrófonos, cámaras, cualquier instrumento es válido para recoger el latido del evento. Y sin embargo, uno se pregunta si no le estaremos dando demasiada importancia a un hecho que se repite cada año y que, por más que nos empeñemos en dotarlo de transcendencia informativa, a veces suena a publicidad gratuita, a gratitud de los medios hacia sus anunciantes.
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