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LA CRÓNICA
Columna
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Yo soy la justicia II

Los padres de familia tienen razón: los niños ven demasiado la tele. Tantas películas de sangre, tanta imagen violenta cada cinco segundos y tantos telediarios con mujeres iraquíes preparadas para la guerra, acarreando sus fusiles Kaláshnikov, influyen negativamente en sus personalidades aún por formar. Hoy, yo misma me he levantado con el deseo irrefrenable de tener un arma de fuego en las manos. Y ¿por qué? Por la violencia gratuita de la tele. Desde luego, no soy una activista a favor del rifle como Charlton Heston. Pero tampoco soy una activista en contra como Drew Barrymore. Puestos a elegir, eso sí, soy de las que prefieren al gran Charles Bronson -limpiando las calles en Yo soy la justicia II- a las tres ángeles de Charlie haciendo kung fu sólo porque Drew, que era productora del remake, exigió que no se usasen pistolas en la cinta. Trato de pensar en otras cosas, pero no se me pasan las ganas de tener un arma de las de verdad, porque mi experiencia en balística se reduce a las casetas de tiro de las ferias. No tengo más remedio que dejarlo todo y, para cumplir mi sucio deseo, dirigir mis pasos a la prestigiosa armería Ravell. Habrán notado que comparte nombre con la mantequería Ravell, lugar de culto para los que se las dan de entendidos en catas y alta cocina. No se confundan, sobre todo. No vayan a la mantequería a pedir una 9 milímetros Parabellum.

Cierro un ojo y apunto al cristal de la entrada. Me encantaría hacerlo pedazos de un disparo. Y yo no soy así... Es por la televisión

Ya allí, me doy cuenta de que hubiese tenido que limpiarme los botines. Todos los hombres que entran a comprar escopetas usan unos zapatos negros que, de tan lustrosos, impresionan. "Quisiera ver armas de fuego, por favor", le digo al encargado. "Enséñeme lo que tiene en arma corta, automática y semiautomática, así como carabinas, escopetas y rifles". No crean que entiendo de armas. Al contrario. Yo sería capaz de jugar a la ruleta rusa con una ametralladora, pero ésta es una frase que he adaptado de una película que me marcó mucho: Terminator I. En Terminator I, Schwarzenegger, que todavía es malo (se vuelve bueno en Terminator II), va a una armería y empieza a pedir en plan enteradillo, como yo. Cuando el tendero le enseña los cartuchos correspondientes a las escopetas, él aprovecha para cargar una de ellas. "Oiga, no puede hacer eso", le dice el hombre. Y él contesta: "Afirmativo", y lo liquida. Por si acaso, el amable y sensato vendedor de la armería Ravell, Magí, me cuenta que hacer algo así es imposible. La ley le obliga a guardar las balas en la caja fuerte. Por ese mismo motivo, en el escaparate, a las escopetas les falta una pieza y las pistolas son de fogueo. Enseguida congeniamos. "A ver", me advierte al volver de la trastienda, "escopetas, pistolas, carabinas, rifles... No puedes comprar nada sin licencia, pero me encantará enseñarte lo que tengo". Lo primero que me saca es un revólver, marca Colt, modelo Phyton 357, plateado, con su tambor. Pesa un kilo y, en cuanto lo cojo, ya me dan ganas de sacar la petaca de whisky y entrar en el saloon. Pero pesa demasiado para mí. Entonces, Magí desmonta el cargador de la pistola negra marca Glock y comprueba, rutinariamente, que está descargada. El gesto, prudente y acostumbrado, es rápido. Me la pruebo. Me miro en el espejo y veo que me sienta como un guante. "De esta pistola corrió el bulo de que era indetectable en los aeropuertos", me explica mientras le apunto, "aunque no es cierto. Se decía porque la empuñadura es de plástico, pero tiene partes metálicas". La agarro con las dos manos, como Christie Love, la mujer policía. "En tiro deportivo tienes que disparar con una sola mano, pero en otras modalidades, como el tiro policial o el tiro práctico, puedes tirar con las dos", me aclara. Luego, atiende a un señor que quiere una escopeta para cazar jabalíes, y yo aprovecho para apoyar la espalda contra una pared y levantar el arma por encima de mi cabeza. Miro a un lado y al otro. Paso a la otra pared, esta vez apuntando hacia adelante. Esta pistola es del calibre 9 Parabellum, la munición que emplea tanto la policía como el mundo del crimen organizado.

Es una pena, pero Magí no tiene esos revólveres pequeños, tan femeninos, que las malvadas llevan en el bolso o, incluso, en el liguero. Casi no se venden porque, a diferencia de las escopetas, sólo puede comprarlos alguien que tenga la licencia B, de defensa personal. Para tener esa licencia debes ser policía o estar amenazado. "¿Podríamos ver las armas largas?", le pido, como un último favor. Magí se va a la trastienda y vuelve con una escopeta y un rifle. "Luego te saco la carabina", me promete. La diferencia entre las dos armas es la munición. La escopeta dispara esos cartuchos (rellenos de perdigones) que son de plástico, de colores, y que a veces nos encontramos en la montaña. Me pruebo el rifle y noto que me está un poco grande. "Sí, habría que recortarte la culata", opina Magí. "No sé", digo yo, "¿y si le recortamos los cañones?". Él sonríe. "Lo de recortar los cañones es una práctica propia de delincuencia muy barriobajera. De entre las armas ilegales, lo que más corre son las escopetas. Y como más que nada son para intimidar, lo importante es que sean manejables". Cierro un ojo y apunto al cristal de la entrada. Me encantaría hacerlo pedazos de un disparo. Y yo no soy así... Es por culpa de la televisión.

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