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Reportaje:MÚSICA

El esplendor de los primeros Rolling Stones

Diego A. Manrique

No estaban bien representados los Rolling Stones clásicos en compacto. Hay detrás una historia dolorosa: todo lo que registraron para Decca entre 1963 y 1970 terminó siendo propiedad -mejor no entrar en detalles- de Allen Klein, el temible manager neoyorquino que también intervino negativamente en la disolución de The Beatles. Klein trató ese fabuloso botín con poco cariño, aunque hay que agradecerle su predisposición a permitir su uso -a cambio de cantidades módicas- para películas, algo que ha terminado beneficiando a los Stones: su resonancia cultural ha aumentado al estar en las bandas sonoras de Reencuentro o del mejor Scorsese.

Klein no fue tan visionario respecto al soporte compacto: los elepés de los Stones se digitalizaron a partir de 1986, pero no se hizo ningún esfuerzo por remasterizar las grabaciones o racionalizar sus contenidos. Luego, Klein indignó aún más a los fans con disparates como retirar del mercado los discos originales y vender únicamente las deficientes versiones estadounidenses (al igual que ocurrió con los Beatles, en EE UU recortaban los elepés británicos y se inventaban nuevos títulos sumando temas destinados a los vinilos de dos y cuatro canciones, los añorados singles y EPs). Así que buena parte de la copiosa obra en la que se sustenta la reputación de "la mayor banda de rock and roll" se vendía de mala manera, en discos absurdos y que sonaban a rayos.

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Hasta ahora. Con la anuencia de los Rolling Stones, todo el catálogo de ABKCO -la marca oficial de Klein- ha sido remasterizado a partir, aleluya, de las cintas primigenias. A través de Universal, llegan 22 compactos en envoltorio digipack. Un número intimidante -los Rolling Stones eran prolíficos pero no tanto- que tiene su explicación: se reeditan ahora tanto las referencias del Reino Unido como las estadounidenses (cuando eran diferentes), junto con ocho recopilatorios, incluyendo los que Klein sacó cuando el grupo se escapó de sus garras; al menos, ahora se puede elegir. Siguen ausentes curiosidades bien conocidas de los compradores de discos piratas, como Cocksucker blues, humorístico himno jaggeriano a las felaciones que los Stones entregaron para cerrar su contrato con Decca, convencidos de que no se atreverían a editarlo (acertaron). Los nuevos compactos no están enriquecidos con textos o información extra, pero se han remediado errores humanos (equivocaciones al enviar las cintas para las fábricas) y trucos baratos (las falsas mezclas estereofónicas). Se mantiene alguna metedura de pata -Don't lie to me, de Metamorphosis, pertenece a Chuck Berry, no a Jagger-Richards-, pero las objeciones empequeñecen ante la contundencia del nuevo sonido.

En sonido, la ganancia es formidable, como si se hubiera arrancado un denso velo y ahora se mostrara toda la elegancia de la sección rítmica, la fiereza guitarrera de Keith Richards, los mil detalles aportados por Brian Jones (y Bill Wyman) más diversos músicos de estudio, la abundancia de acentos que usaba Mick Jagger. Hay nitidez, profundidad y, finalmente, la constatación de que los Stones de los sesenta sacaban fabuloso beneficio a cada una de sus visitas al estudio de grabación.

Allen Klein se ha mostrado insólitamente generoso ya que los 22 títulos son discos híbridos de CD y SACD: pueden escucharse en reproductores normales o en los recién llegados equipos de Super Audio CD, que se benefician de la tecnología DSD, desarrollada conjuntamente por Philips y Sony, un modo de codificar las señales que incrementa la resolución de la música. Se conozcan o no las anteriores ediciones, analógicas o digitales de estas grabaciones, estos 22 discos son una revelación deslumbrante: la asombrosa historia de la infancia, juventud y primera madurez de un grupo imposible. En su contra estaban las diferencias de edad entre el llamativo trío de primera línea (Jagger, Richards, Jones) y la gente del fondo (Wyman, Charlie Watts e Ian Stewart, el pianista de mandíbula cuadrada al que se hizo desaparecer de las fotos y los escenarios). También les separaban las experiencias humanas -los más jóvenes nunca habían tenido un empleo ni sufrieron el servicio militar- y la cultura musical: los mayores tenían querencia por el jazz, el boogie woogie y el rhythm and blues. Coincidieron en el blues urbano, pero parecía disparatada la idea de construir una carrera a partir de una música existencialmente tan distante: estamos hablando de cinco británicos que ni sabían de qué color son las aguas del Misisipí.

Tampoco contaban con un guía eficaz -como fue George Martin para los Beatles- a la hora de entrar en el traicionero mundo de los estudios: en la primera sesión profesional, comprobaron que su supuesto productor, Andrew Loog Oldham, ignoraba que debía mezclar en una cinta lo grabado en cuatro pistas. Y no se esforzaron en componer hasta que Oldham encerró a Mick y Keith en su piso, con la amenaza de tenerlos allí hasta que sacaran una canción. Aprendieron rápido, mientras se medían con las piezas de sus maestros. Sus adaptaciones de temas afroamericanos eran sucias y estruendosas. En sus primeros viajes a Estados Unidos, conocieron el emergente soul, un repertorio fresco que se aprendían en los hoteles y grababan calentito, a veces antes de terminar la gira. América fue la auténtica universidad para los Rolling Stones. Cursos intensivos de vida en la carretera y de música en el estudio.

Les benefició la competencia con los Beatles que Oldham incitó como argumento promocional (en realidad, Lennon y McCartney les cedieron su I wanna be your man cuando estaban necesitados de un éxito) y que se convertiría en una maldición: los Stones llegaban ansiosos a los puntos de ruptura cuando ya los de Liverpool andaban en el tramo siguiente. Cuando John Lennon se quejó a Mick Jagger de sus problemas económicos, tal vez no fue inocente su recomendación de que Allen Klein era lo que necesitaban, un manager marrullero capaz de sacar dinero de las piedras.

El tándem Jagger-Richards

demostró un muy apreciable talento para el pop y una inmensa curiosidad creativa. Contaban con la solidez de su sección rítmica y con la inventiva del gran Brian Jones, indispensable en sus aproximaciones al exotismo (Paint it black) o al pop isabelino (Lady Jane). La primera gran tragedia de los Stones fue la imposibilidad de funcionar con un errático Jones, que terminó fuera del grupo, incongruentemente alegando que sus compañeros se estaban alejando del bueno y viejo blues; cuatro semanas después, Brian moría ahogado en lo que se consideró un accidente y que luego se ha perfilado como un homicidio, el primero de los muchos cadáveres, reales o figurados, que tapizan la senda de los Rolling Stones.

Pero se ha hecho demasiada literatura con la turbia trayectoria del grupo y, comparativamente, se ha prestado poca atención a sus logros. Impresiona ahora la prodigalidad de un disco como Aftermath (1966), con sus 14 cortes y sus 53 minutos de duración, primer elepé en el que todo venía firmado por Jagger-Richards, que se inicia con crítica social de inspiración dylaniana (Mother's little helper) y se oscurece con abundantes canciones de revancha masculina que ganaron mala fama a Jagger entre el mujerío feminista. Between the buttons (1967) les vio cimentando su universo temático y ampliando la paleta sonora. Su disco psicodélico, Their satanic majesties request (1967), despliega hoy sus ambiciosos encantos. No fue entendido y se resarcieron con Beggars banquet (1968) y Let it bleed (1969), los trabajos que acotaron su territorio particular: rock afilado con raíces sureñas, aroma de drogas y rumor de sexo, arrogancia de secreta aristocracia y sibilina exhibición de su estilo de vida. Los Stones que, contra todo pronóstico, han llegado hasta nuestros días.

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