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Columna
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El reconocimiento

Hoy me ha dado por reivindicar no el diálogo, sino la discusión; el disenso, que no el consenso. Y puede parecer extraño este fervor mío en la encrespada situación en la que vivimos, justo en un momento en que se invoca al diálogo porque se padece su ausencia, en que se lamenta el enquistamiento de posturas que parecen irreconciliables porque da la impresión de que se empeñan en serlo. Pero es que el diálogo no tiene por qué significar común asentimiento, unívoca acepción que parece dominar en la blanda apelación que se le hace como remedio de todos los males. No, el diálogo puede significar también reconocimiento del disentimiento, pues es el reconocimiento del otro, de la palabra del otro, el gesto primero que determina su espacio.

Es en este sentido que prefiero hablar de discusión, de disenso, pues éste es factible, se escucha, en la medida en que se inscribe en el círculo de un reconocimiento previo. Sólo si reconozco el derecho al disenso de aquel con quien discuto, discuto con él. En caso contrario, no hay discusión.

Ahora bien, ¿cuáles son los límites de ese círculo de reconocimiento en el que se inserta el disenso? La pregunta, y su respuesta, son fundamentales en una sociedad que se dice democrática, y que se dice tal, precisamente, porque uno de los valores que comparte es el de la aceptación en su seno de valores diversos, de discursos diversos, incluso antagónicos. Y si formulo esta pregunta sobre los límites no lo hago porque considere que en estos momentos son excesivamente amplios y deletéreos, sino más bien por todo lo contrario: por una tendencia reductiva a su cierre, por un empantanamiento de sacralidad que propicia la exclusión, el rechazo, el no reconocimiento.

En la política vasca no es que falte el diálogo porque sobre la discusión. No, en la política vasca no hay discusión, sino que lo que hay es un acuartelamiento insidioso, repleto de recursos para impedir que la palabra del otro merezca ser escuchada; lo que hay es una falta de reconocimiento y de aceptación de los límites en que ese reconocimiento debe darse. Sabemos dónde está el origen de esa carencia, y quizá no haga falta recordarlo, aunque conviene insistir en que ha contaminado de sacralidad la política vasca de cabo a rabo.

Y lo malo es que comienza a ocurrir lo mismo en la política española. Es el inconveniente de convertir el problema vasco en eje sobre el que pivote toda la política: puede que sea electoralmente rentable, pero resulta democráticamente arriesgado. Y en la política española empiezan también a darse actitudes de no reconocimiento, de desligitimación del disenso y la discusión. Lo hemos podido apreciar a raíz del caso Prestige, con el Gobierno recusando a la oposición por ejercer tareas de tal, y quizá lo podamos ver de forma más nítida a propósito de las reformas penitenciarias que se anuncian.

No pretendo discutirlas, sino sólo formular la pregunta de si es posible hacerlo, si es posible estar en desacuerdo con ellas sin ser expulsado a los márgenes, a la ambigüedad, a la condescendencia con el terror, a ese ámbito en el que la discusión se anula, en definitiva, a las afueras del consenso constitucional. Pues considero que es éste el que fija los límites de ese espacio de reconocimiento en el que la discusión es posible. Y me pregunto igualmente si aceptará el PSOE, en caso de que lo haga las reformas en curso por convicción de mayor o menor grado, o si lo hará por temor a ser excluido de los márgenes patrióticos, a ser expulsado a una anti-España que apunta en el horizonte y a la que algunos vascos hemos de ser especialmente sensibles tras estar sufriendo durante años el estigma de la anti-Euskadi.

También entre los vascos han de quedar claros los límites del reconocimiento, por más que muchos se empeñen, quizá con buena voluntad, a ampliar su ámbito a proyectos totalitarios con los que no hay discusión posible. Eso es lo recusable del PNV; eso y su resistencia a aceptar esos límites que sólo los fija el texto constitucional. Es en su ámbito donde debe ser también contemplado el plan de Ibarretxe, no para ser aceptado, sino para ser discutido o recusado. Y conste que cuando hablo de la Constitución me refiero a un texto modificable por necesidad y oportunidad, y no al libro rojo de Mao o al catecismo del padre Astete. ¿Cabe el plan de Ibarretxe en la Constitución, incluso modificada por los procedimientos que ella misma establece? En la respuesta a esta pregunta reside tal vez la legitimidad de aceptarla a debate o la obligación de ignorarla. Cabe también en ella la irresponsabilidad en que pueda estar incurriendo quien parece haber hecho de su voluntad la esquila que cuelga del cuello de los bueyes.

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