Rebajas
Estamos equivocados: la corriente del tiempo no la regulan las agujas de los relojes, ni los calendarios con sus ringlas de números negros y rojos y sus indicaciones sobre el tamaño de la luna. El año depende de los escaparates. Este día de Reyes, una lluvia irrespetuosa ha saboteado temprano la cabalgata en Sevilla, y cuando llego a la plaza del Duque sólo descubro damnificados que buscan protección bajo las marquesinas de las paradas de autobús. Todo tiene un aire de derrota, de desastre que ningún ejército puede contener, y el confeti sobre los charcos y las bolsas de plástico llenas de caramelos mojados que alguien ha abandonado al lado de una alcantarilla revelan que algo ha concluido, que acaba de cerrarse una puerta más. Pero son los grandes almacenes instalados como un cuartel en esta plaza los que demuestran mejor que ningún símbolo que el tiempo ha vuelto a hacer girar su rueda, que una estación se consume para que dé inicio la consecutiva: ayer, cabalgaban todavía sobre la fachada renos eléctricos, entre un bosque de abetos se mostraba radiante la silueta de un trineo; hoy, indiferentes a la lluvia y la desilusión de los niños, un grupo de obreros reemplazan laboriosamente ese escenario por grandes letras rojas que también se repiten en las vitrinas, junto al silencio de los maniquíes, las letras que anuncian la irrupción de las rebajas en la vida del hombre de a pie. Nuestros abuelos y bisabuelos se regían por los soles, por la alternancia de sequías y temporales, por el viraje de los vientos que marcaba la proximidad del otoño y la primavera; nuestras abuelas pasaban las cuentas de sus rosarios y aguardaban el adviento, la cuaresma, la pascua como los capítulos mínimos de que se componían sus vidas, esos otros rosarios. Hoy, aquellas formas de computar los días han quedado anuladas por otra más universal: la del ciclo de compras del consumidor.
Las rebajas responden a la lógica de la seducción, del halago. Contemplo la plaza del Duque y las calles adyacentes bajo un atardecer de cataclismo, y me parece que todos somos un poco como esta ciudad llena de desechos; las fiestas nos han dejado así: sucios, arrasados, recubiertos de papelotes y gorros de cartón, con los silbatos abandonados en las aceras, con el bolsillo y el estómago compartiendo la misma extenuación. Parece que nuestro hartazgo va a apartarnos durante meses de las tiendas, después de haber procesionado interminablemente frente a estanterías y escaparates y de haber hecho funcionar la tarjeta de crédito hasta borrar las iniciales de la banda magnética. Pero no: las rebajas nos convencen de que no somos tan débiles como para rendirnos todavía, de que nuestros arrestos aún están capacitados para soportar una maratón más. Hoy, en este panorama de desbandada militar que asola la plaza, anochecen las Navidades, sus fastos y excesos, pero a la vez alborea un mundo nuevo, bajo cuyo sol nos quedan muchas cosas por comprar. El tiempo sigue inexorable su curso, serpentea por los peñascos de nuestras vidas, cruza vaguadas y riberas, crece y mengua, trazando tal vez una dirección: aquella en que hay que empujar la tarjeta de crédito para que nuestra transacción sea aceptada.
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