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Columna
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Tiempo

Llovía. A las casas las bañaba la sombra que precede al anochecer y las farolas proyectaban ese tono nostálgico de postales invernales. Los autobuses, contra cuyos cristales se veían apretadas las gabardinas, pasaban sin abrir las puertas. Coches y peatones iban con prisa por la lluvia y por los paquetes; mucha gente tenía la tarde libre el viernes, antevíspera de Reyes y tampoco era fácil encontrar un taxi libre; cansados de esperar, los clientes avanzaban por las calles para cazarlos antes de que llegaran a la parada; método por el que quizá llegaran andando hasta su casa. No se veía la expresión de las caras por los paraguas, pero más de uno la debíamos tener bastante fiera. La verdad es que a lo largo de casi todo el mes pasado hemos tenido olvidando lo que significa pasear las calles y hemos ido casi a la carrera por el frío, por la humedad o por la cantidad de encargos y trabajos que se acumulan en diciembre.

El viernes pasado fue uno de los días peores para quienes no tenemos niños pequeños porque no disfrutamos con su emoción ni tampoco con la diversión de un fin de semana cualquiera porque el agobio se contagia y todos acabamos de los nervios. Aquella tarde, lo que quedaba de luz se borró deprisa y llegué a casa de noche cerrada. Las farolas iluminaban los troncos desnudos de los árboles como en un decorado de teatro y las ventanas encendidas en la oscuridad hubieran podido ser de cualquier ciudad. Alguien llamó al telefonillo preguntando por la dueña de un coche rojo. Contesté que se equivocaba de piso pero insistió en describirme a una señora morena, alta y entrada en carnes, con abrigo negro y un coche rojo cuyas luces se debía haber dejado encendidas hacía rato por la debilidad que insinuaba la falta de batería.

Era extraordinario. A pesar de la prisa, de la lluvia y de la oscuridad de aquella noche en aquel momento no me cupo duda de que ésta no era cualquier ciudad sino una que conservaba su tiempo lo suficientemente espacioso como para que los vecinos de una calle, aun sin saber sus nombres, conocieran el físico, la indumentaria y los coches de los demás y aún más que eso: como para molestarse en avisarse los unos a los otros cuando se dejan las luces de los coches encendidas. A veces, para la amabilidad también hace falta tiempo.

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