Ruido en la ciudad
Me siento como en un chiste de Forges. Nacionalidad: madrileña. Estado civil: indignada. Bromas aparte, están remodelando la estación de metro de Ópera, y ¿saben cómo? Pues reduciendo un metro el ancho de pasillos y andenes y bajando, digamos 30 centímetros el techo. Ya hace dos veranos nos cerraron tres meses la línea 4 para instalar unos paneles publicitarios oblicuos que mermaban el ancho real del andén, al darte con ellos en la cabeza, a metro y medio de la pared. Han debido pensar que nos ha gustado y ¡hale! a estrecharlos un poco más.
A mí las pantallas pueden no molestarme, por que la verdad es que no es que hacen mucho ruido, a diferencia de los frenos y los ventiladores de algunos vagones, pero lo que me interesa saber, y en el vestíbulo antes de entrar, cuántos minutos faltan para que llegue el tren a la estación, para correr o no correr, y si ha pasado el último, por que ahora te dejan entrar sin la mínima indicación, y cuando te percatas de que no va a pasar ninguno más, te sales y te vas andando a casa con tu billetito con un trayecto menos, eso sí.
Tengo además la suerte, o eso pensaba yo, de vivir frente a un parque, y ya saben lo que eso significa: de 7.30 hasta el mediodía con las taladradoras disfrazadas de soplahojas y los recortasetos infernales llenándome de odio la vida.
De mayo a noviembre y fiestas sin lluvia, los músicos callejeros (que no ambulantes, porque se ponen siempre en el mismo sitio, para mayor desesperación de los vecinos a quien les toca en desgracia) con sus altavoces contribuyen, cantando una y mil veces los mismos siete temas que se saben, ocho o más horas al día, a la amargura de la impotencia, por que ellos quizás no sepan que las ordenanzas prohíben la megafonía, pero la policía sí, y les permiten machacar a los lugareños día tras día.
No me extiendo hoy más.
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