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Rosa y gris

Robert Musil escribió hacia 1920 que el socialismo se había quedado sin discurso. Al expresarse de forma tan tajante, Musil se estaba refiriendo a que el entonces triunfante comunismo ruso había privado de relieve a cualquier otro discurso de izquierdas, mientras que la derecha, sobre todo en Alemania, había sabido inventar unos planteamientos ideológicos, unas organizaciones políticas, unos símbolos y unas maneras que, por su apariencia revolucionaria, estaban obteniendo un amplio arraigo social. Tras la II Guerra Mundial, con el hundimiento de los fascismos y la progresiva esclerosis del comunismo ruso, los acontecimientos parecieron dar una nueva oportunidad al socialismo, especialmente al de diseño escandinavo. En la actualidad, diez años después de la quiebra de la Unión Soviética y el triunfo de la economía de mercado, y alrededor de ochenta después de la afirmación de Musil, sus palabras vuelven a ser dignas de consideración, referidas no ya al socialismo, sino, más en general, al pensamiento de la izquierda.

El siglo XX fue un periodo histórico que -a favor o en contra- giró fundamentalmente en torno a la existencia del comunismo soviético, una experiencia revolucionaria que nació en sus albores y, de forma casi simétrica, se extinguió en sus años postreros. Pero, contrariamente a lo que siempre se había vaticinado, su desmantelamiento no favoreció a la izquierda democrática, que, distanciada desde el principio de sus prácticas totalitarias, no se había cansado de repetir que era perfectamente posible alcanzar los mismos objetivos con el máximo respeto a las libertades democráticas. Y lo que ya ha dejado sin argumentos a esa izquierda no comunista ha sido el hecho de dar por bueno que la derrota sin paliativos de sus antiguos rivales significaba la consagración de la economía de mercado como único terreno de juego imaginable en el futuro. ¿Qué discurso político cabe desarrollar, en efecto, una vez aceptado este hecho como algo irrevocable, definitivo?

Sobre todo, si tenemos en cuenta lo mucho que ha sabido cambiar la derecha. Tradicionalmente, desde la Revolución Francesa, los cambios político-sociales han venido forzados por la izquierda, y la derecha los ha ido encajando como ha podido. Sin embargo, en las últimas décadas, la derecha ha descubierto que haciendo suya la gestión de esos cambios podía no sólo ganar elecciones, sino incluso propiciar la buena marcha de los negocios. De ahí que los cambios hayan dejado de suponerle un problema; hacerlos suyos no le depara sino éxitos. Hasta el punto de que con frecuencia -lo estamos viendo en España- la izquierda gana popularidad en la medida en que aproxima sus posturas a las de la derecha. Pero a la derecha siempre le será más fácil irse adaptando, ya que su discurso se refiere no tanto a postulados ideológicos cuanto a cuestiones de carácter práctico; un tipo de discurso sin particular atractivo intelectual, pero, precisamente por ello, acaso más convincente para el ciudadano medio. El discurso de la izquierda suele parecerse al del turista que, empuñando una gruesa guía, visita determinado lugar, perfectamente al tanto de su pasado histórico y de las características de los monumentos que contiene, mejor, mucho mejor sin duda que los propios lugareños, mientras que el de la derecha corresponde más bien al de un terrateniente local, interesado sobre todo en conocer palmo a palmo el terreno que pisa.

Si el color negro que tradicionalmente simbolizaba la reacción ha ido virando a un gris mucho más llevadero, el rojo de los partidos revolucionarios se ha desleído en rosa. En el presente, despojada del manto protector de las ideologías que había profesado, falta de coherencia teórica y de concretos objetivos de fondo, la izquierda produce la impresión de andar esforzándose afanosamente por responder a la imagen que se tenga de ella, cualquiera que ésta sea. Antes que de acuerdo con un plan, parece moverse llevada de estímulos ocasionales y hasta aleatorios: papeles para todos, bodas gay, salarios de tramitación, manifestaciones antiglobalización, plataformas contra el trazado de determinada vía férrea, cuando no contra la energía eólica. En el terreno de las ideas, la panoplia de armas esgrimidas difícilmente podría resultar más heterogénea: desde una tímida aceptación del neoliberalismo hasta la pretensión de que el viejo discurso de la lucha de clases sigue tan vigente como siempre, y desde una exaltación de los valores lúdicos del ocio hasta una labor de apostolado a mitad de camino entre el propio de una ONG y el de una especie de franciscanismo violento. La realidad social plantea con frecuencia preguntas de difícil respuesta, dilemas ante los que la izquierda no sabe bien qué actitud adoptar. ¿Hay que combatir el desenfrenado consumismo de la sociedad cuando quienes lo practican son en buena medida sus votantes? ¿Criticar los deleznables espacios televisivos cuando multiplican en audiencia a los no deleznables? ¿Qué hacer cuando la marginalidad de una barriada coexiste con el dinero largo producto del tráfico de drogas? ¿Es el velo islamista algo más que una moda? ¿Qué posición tomar ante los problemas de un cura que se proclama homosexual? Cuestiones todas ellas que a la derecha no suelen plantearle ningún problema.

¿Significa lo dicho que no hay alternativa a un mundo regido por la economía de mercado? El que hoy no se perciba no quiere decir que no exista. Tan interesante como el hecho de que China se esté abriendo a la economía de mercado me parece, por ejemplo, la consideración de que el desarrollo que le ha de permitir entrar en el juego de la oferta y la demanda lo ha conseguido de forma más rápida y, sobre todo distinta, de la seguida por Inglaterra o Estados Unidos un siglo antes, y, de creer a los propios chinos, sin un costo mayor en infelicidad, miseria y vidas humanas que el que pueda suponer la construcción de un imperio o la marcha hacia el oeste. Pero la estabilidad y bonanza del mercado se verán alteradas no sólo por la irrupción de nuevos competidores como China, lo que acaso aconseje las reglas del juego; hay que contar también con las averías, cortocircuitos y tropiezos internos, propiciados sobre todo por las ganancias tangenciales, fruto de la excesiva simbiosis entre negocio y poder político. Nada más ilusorio que creer en soluciones definitivas, en situaciones que se instauran de una vez por todas. Confiar en el carácter irrevocable del mercado tal y como hoy lo entendemos resulta por lo menos tan cándido como la creencia en la sociedad sin clases que predicaba el comunismo soviético. No, no hay soluciones definitivas, como no hay poder permanente ni estabilidad económica garantizada. Precisar más requeriría unos análisis que están por hacerse y que, desde luego, no parece que la izquierda lleve camino de realizar.

Luis Goytisolo es escritor.

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