Odio y amor, puñales
La joven Inés de Castro había sido asesinada en su jardín de Coimbra y días después, los tres nobles que le dieron muerte estaban reunidos y charlaban sobre lo sucedido. Los puñales que usaron para el crimen estaban ya limpios y colgaban de sus cinturones. Las manos, igualmente lavadas, accionaban al comentar las últimas noticias. Éstas eran que el infante Pedro, enterado de la muerte de su esposa, había marchado al norte de Portugal, desesperado, y allí hacía correrías de castigo con sus hombres en las posesiones de los tres nobles. Uno de ellos añadió que el infante había jurado venganza: los tres amigos hicieron un gesto despectivo.
Los que difamaron a Inés y conciliaron antipatías contra ella, los que pidieron al rey su muerte e insistieron y le convencieron de que era imprescindible que ella desapareciese, los que la sorprendieron en el jardín y allí la apuñalaron y degollaron y la dejaron desangrándose, estos nobles sintieron repulsión ante la idea de venganza.
Cualquier hombre estaría dispuesto a reconocer que es cruel antes de aceptar que es vengativo
-Ser vengativo es propio de un bastardo.
-¡Vengativo como un villano! -murmuró otro de los nobles.
-¡Qué baja condición moral, la del vengativo! -repitieron. Pensaban en el infante Pedro.
Los historiadores nos describen con velada censura sus desmanes después de la muerte de Inés. Perseguido por el recuerdo, corre a caballo, no duerme, tortura a hombres, y cediendo a una fuerza ciega, se harta de comer y se une a bailes y fiestas del pueblo.
Habría que comprender, con la experiencia psicológica de nuestros días, la conmoción sufrida en el ánimo de aquel joven: su amor hacia Inés, un amor que debió de ser algo más que la clásica unión morganática, habitual en los príncipes; acaso tuvo el carácter de una consagración a una persona complementaria por razones muy profundas, un amor mezclado con sentimientos múltiples que indudablemente enriquecían esta relación apasionada, que la historia reconoce, la única que podría sostener a un hombre desvalido, arisco y extraño como él fue.
Anheló venganza y pudo al fin cumplir tal deseo y éste se ajusta a la medida exacta del crimen cometido y se equipara a la crueldad y premeditación del apuñalamiento de Inés. Dos de los tres asesinos fueron apresados en España, donde habían buscado refugio y se cuenta que a uno de ellos se le detuvo por los emisarios de Pedro al regreso de un alegre día de caza. Ambos fueron llevados a Santarem y allí se les aplicó tormento y parece que, como se mostrasen altaneros, el mismo príncipe llegó a abofetearles con su mano.
Su final estaba previsto y tiene algo de simbólico el que, en el patio del palacio, se les abrió el pecho y se les arrancó el corazón, mientras don Pedro, cercano a una ventana, almorzaba tranquilamente.
No fue menos terrible el hecho que dio motivo a esta escena del patio. Una mujer bella y joven tendida en el suelo, desangrándose a borbotones ante el horror de sus hijos pequeños y las doncellas. Es esto lo que don Pedro venga: el cuerpo terriblemente separado de su cabeza, convertido en algo inconcebible que pone fin a una vida sencilla, a la maravillosa armonía que es el cuerpo de una mujer joven.
Y el príncipe que probablemente jamás antes tuvo afecto de nadie, fue a la venganza y acaso lograse el único, dudoso consuelo: el consuelo de los que no esperan otro.
Este impulso vengador nos ex
traña y lo censuramos: cualquier hombre estaría dispuesto a reconocer que es colérico, cruel, falsario antes de aceptar que es vengativo, defecto reprobable, pasión sombría que no se nombra pero se la reconoce por sus efectos que constantemente nos rodean, y hay un acuerdo para no darle su exacta denominación, pero la verdad es que, en este episodio de la historia portuguesa, el príncipe dio una réplica inmediata al hecho injusto, asumió otras posibles justicias. Acaso el ser humano es vengativo, pero por ser esencialmente justiciero y rebelarse contra la impunidad, de la que, seguramente, hubieran gozado aquellos nobles. El destino humano es una enredada cadena de expiaciones, de correspondencias, de causas y sus fatales efectos. Un puñal se hunde en el cuello de una joven y otro puñal viene inexorable a hender las costillas del asesino y a arrancarle el corazón palpitante. En él precisamente se cerraba el círculo de la acción malvada y su ejemplar enmienda.
Años más tarde se le llamó a Pedro I, ya rey, el Justiciero y durante el decenio de su reinado gobernó con humanidad, en favor de los necesitados. Y no dejó de dar a su amada la categoría de reina como prueba de amor imperecedero. Tiempo después del asesinato, ordenó desenterrar el cadáver de Inés y ponerlo en el trono junto a él, y los cortesanos tuvieron que desfilar por delante y besar una mano descarnada que aparecía entre los ropajes medio deshechos.
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