El baúl
Dentro de un baúl con la tapa de terciopelo raído y herrajes de cobre acabo de descubrir una prueba de la existencia de Dios. Abandonado en el desván de una casa solariega, el baúl contenía un cúmulo de objetos olvidados en un desorden absoluto y al abrirlo después de tantos años me golpeó una tufarada de moho y polilla revenida. En su interior me encontré con el palacio destrozado del rey Herodes que yo ponía en el belén cuando era niño; también estaba la esterilla de cañas sobre la cual mi tío cazador extendía las frutas silvestres que traía del monte, serbas, madroños, sorollas, disputadas a los jabalíes; los hierros y las pesas de una balanza romana; una pelota de goma pinchada; los moldes de latón de las magdalenas; el fumigador de DDT para matar las moscas; una canana con cartuchos podridos y algunos tebeos, revistas, volúmenes de una enciclopedia y libros de texto del bachillerato. Uno de los libros era de religión. Cuando lo abrí al azar, una tijereta escapada del lomo desencuadernado cruzó la página amarilla y de pronto se detuvo sobre un párrafo donde el autor establecía una prueba cosmológica de la existencia de Dios. Comencé a leer. En ese párrafo señalado por la tijereta antes de reemprender su fuga se decía que la existencia de Dios queda demostrada por el orden admirable que reina en el mundo. Supuse que se refería a la armonía del universo y no al orden que había dentro de aquel mundo o baúl que era una suma de cacharros inservibles. En un tiemo en que el terciopelo de ese mundo aún estaba terso y limpio como la piel de mi adolescencia, miraba las estrellas y en el misterio de su álgebra pura veía la necesidad de un Creador. No sabía que el universo está lleno de galaxias que se devoran unas a otras con una ferocidad cósmica que se refleja aquí abajo en las vísceras de los tigres y en el corazón de los asesinos. Entonces me admiraba ante los verdes valles del Edén donde se ondulaba el cereal y creía que Dios habitaba en el interior de cada grano de trigo. Frente a aquel baúl del desván que era el mundo lleno de objetos absurdos y desordenados, con el texto de religión en las manos, recordé aquella vez en que mi padre en medio de un huerto de frutales abrió una granada y quiso demostrarme la sabiduría de Dios a través del milagro de aquellos rubíes tan dulces que se alimentaban de unas membranas tan amargas. Desde entonces sólo creo en el Dios de las granadas. Y a veces también en el de los limoneros, nunca en el Dios de las galaxias.
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