Colapso informativo en la peluquería
Alcanzas una revista cualquiera, la abres al azar, y aparece a todo color una modelo que afirma en titulares que ella no se levanta de la cama por menos de 10.000 dólares diarios. Dejando a un lado el equívoco a que invita la frase, uno echa cuentas, al modo de Miguel Espinosa en La fea burguesía, y resulta que tal sería el salario de 200 obreros bien remunerados. En otras publicaciones periódicas de las muchas que se amontonan en la mesita de espera, sale un ministro, un intelectual, un profesional de algo, un mero gestor, y sus palabras aprendidas, sus dichos bien sonantes, yo los leo al trasluz de Espinosa, como si fuese él quien los inventara y extremara para mostrar la catadura estética y moral de una burguesía que sigue siendo irremediablemente fea. Aquí tenemos por ejemplo a unos niños cuya sabia inocencia en el hablar se nos ofrece reciclada en despropósitos, en chistes, en entretenimiento de sobremesa, en mercancía sentimental. Y hay un montaje con fotos de unos osos pardos a los que atribuyen palabras chispeantes y bailes y canciones de ultimísima moda.
Pero no es ésa la única información que nos llega. Estamos haciendo turno en una peluquería, y en la radio hay una tertulia donde unos cuantos sementales de la opinión están poniendo firmes a la actualidad, o mejor dicho varias tertulias, porque de vez en cuando el peluquero alarga el brazo y cambia de emisora. Ahora bien, cuando el dial se tropieza con música, él lo gira hasta que encuentra más carnaza verbal. Por lo demás, los que aguardamos turno somos tres pobres desgraciados que hemos caído en una red mediática y aquí nos debatimos rodeados de periódicos, revistas, tebeos, cuadernillos de publicidad, y de la radio infatigable.
Entre el tijereteo del peluquero, y sus rachas de elocuencia, el pasar de las hojas de los lectores y el ruido que viene de la calle, las voces de la radio nos llegan confusas, a ratos con la letra y la música y más a menudo sólo con la música. Pero quizá de eso se trate: de crear un fondo sonoro, un hilo musical hecho con palabras que nos acompañe y distraiga mientras hacemos cualquier otra cosa, por ejemplo consumir aún más información. Así que parecemos tres malabaristas intentando seguir al tiempo la lectura de revistas y periódicos, el curso de varias tertulias, y los apartes críticos que intercalan aquí y allá el peluquero y su pelucando. Estamos, pues, sumidos en plena actualidad, anegados de información, pero nadie sabría decir exactamente qué está sacando en claro de estas noticias, cotilleos y debates. Por un lado es difícil concentrarse en la lectura con las voces de la radio al fondo, pero tampoco es fácil escuchar la radio con la cháchara del peluquero, los cambios de emisora y la tentación de las revistas, y aún menos averiguar lo que dice el peluquero con tantos frentes a los que atender.
Pero, por el tono, y alguna que otra frase que sale indemne del bullicio, uno se va impregnando vagamente de esta pasta verbal. Sale un tema al ruedo, no importa cuál sea, y ya está allí el maestro para la faena de recibo. Quien habla ahora lo hace con tal fluidez y cadencia que ya de por sí da gusto oírlo. A mí me recuerda a los antiguos viajantes de comercio, que iban y venían infatigables, y siempre optimistas y locuaces, y de los que se podía afirmar lo que dijo Thomas Mann después de escuchar una conferencia de Lukács: "Mientras hablaba, tenía razón". Uno, que es profesor, conoce algo de ese bel decir que nada dice pero persuade y hasta hipnotiza por el son. Se trata de una oratoria a la que no es ajena el púlpito, la tribuna política, la enjundia senequista del contador profesional de anécdotas, el pozo sin fondo del erudito de casino... Y sí, parece que en España sigue abundando como en sus buenos tiempos el sabio cuya ciencia es una especie de bazar colmado de baratijas y curiosidades. Allí hay de todo, y todo aparente, pero nada valioso. Allí el refrán castizo se codea con Hegel de igual a igual, con desenfado de compadres o de conmilitones. Estos españolazos tienen siempre una burla a punto, y esa jocosidad de perro viejo que, en un apuro, saca fiador a los Hermanos Marx, o apela a la letra de autoridad de un tango o un bolero. Maestros de la elisión, de la alusión y de la ilusión, les basta con tres cáscaras de nuez, como los trileros, para escamotear la pelotita del concepto. Éstos no necesitan escuchar a Mozart: lo silban la mar de bien, y enriqueciéndolo con sus propios trinos.
De pronto hablan todos a voces y a la vez y se arma una melé dialéctica donde ya no se sabe quién es quién. Será que, como decía Proust, hay menos ideas que hombres, con lo cual ocurre que muchos han de compartir las mismas ideas y vivir hacinados en ellas. Tal es lo que parece a juzgar por esa gritería inextricable. Pero una voz indignada se impone sobre las demás: "¡Mira, a mí déjame de intelectualismos! Las cifras son las cifras, los muertos son los muertos y la corrupción es la corrupción". Así de claro. Hasta el peluquero ha suspendido la tijera en el aire y nos ha mirado como diciendo: éste no tiene pelos en la lengua. Se hace un gran silencio, tanto en la peluquería como en la radio, y a continuación otro orador se descuelga con un discurso de tanto sentido común que todos nos sentimos desmoralizados y derrotados de antemano. Por el soniquete se ve de lejos que, diga lo que diga, a este desheredado de la lógica nunca le va a faltar razón. Y es que en ese tono tan cauto y lleno de obviedades y carraspeos no se puede decir nada que no esté ya dicho y sea ya irrebatible. De la vida dice ahora que el proceso es así: uno nace, crece y finalmente muere, y lo dice humildemente, como si fuese una opinión suya y no quisiera ser dogmático. Se hace otra pausa escénica. Y es que una afirmación de este tipo, como los taburetes de tres patas, que siempre asientan, admite poca réplica. Como pasa con la lluvia, si te expones a ella, te mojas. Si no, quedas en seco. La peluquería toda parece un funeral.
Me enfrasco en otra revista. "Prohibido aburrirse", dice el anuncio de una telefonía. Esto me es familiar porque soy profesor y mi primera obligación es convertir el aula en una fiesta para que los muchachos no se aburran, aunque no aprendan nada. La actualidad sigue desfilando ante nosotros convertida en alegre logomaquia. Y ahora llega mi turno. Mientras me encamino hacia el sillón aprovisionado con un par de revistas, siento de pronto la necesidad purificadora de aburrirme. Y evoco por toda actualidad el silencio, y lo anhelo con la nostalgia inconsolable de los paraísos perdidos, o de las remotas florestas. "¿Sabe usted lo que opino yo sobre este último tema?", me dice el peluquero mientras me pone el babero. Yo abro al azar una revista e inclino la cerviz ante lo inevitable.
Luis Landero es escritor.
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