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COPA DE BASTOS
Columna
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El mostrenco

En una vieja carpeta guardo artículos que, cuando me deprimo, reactivan mi deseo de emular a sus autores. De vez en cuando, tiro a la basura los que, por suerte, se recopilan en libros, pero aún conservo recortes de, entre otros, Eduardo Haro Ibars, Daniel Voll, Xavier Montanyà, Veronica Lee, Diego Torres, Miljenko Jergovic, Sergio Heredia, Pierre Marcelle, y los que Jordi Costa escribía en El País de las Tentaciones. Pues bien: los de Costa acaban de editarse bajo el título de ¡Vida mostrenca!, contracultura en el infierno post-moderno (Ediciones La Tempestad, ilustrado por Darío Adanti). ¿De qué infierno se trata? De un lugar barrido por subreligiones cuyo profeta podría ser Homer Simpson perorando, ante unos fieles trepanados, sobre cine; Diógenes de Sinope (que se masturbaba en público exclamando: "¡Ojalá el hambre pudiera ser también aliviada con sólo frotarse el estómago!"); televisión; el club de la lucha; Pedro Lemebel (excepcional cronista del desgarro transexual, que aplica al nuevo periodismo la lírica del bolero); Jordi Labanda, y otras adicciones. Los templos de este culto mostrenco (mostrenco: dícese del que no tiene casa ni hogar, ni señor o amo conocido) son salas de karaoke, cadenas de fast-food y webs apátridas. Los milagros que relatan sus amenas escrituras pueden confundirse con atajos de perfección o parricidios estéticos que asustarían al mismísimo Freud. Huyendo del canon como vibrador mental y del esnobismo que tanto daña el mundo basura, Costa despliega un top manta intelectual que, con más evidencias que hipótesis, cuestiona la industria del pensamiento (?) único.

De Jordi Costa (Barcelona, 1966) suele decirse que lo sabe todo, lo cual es cierto. Releyendo sus artículos, en cambio, percibes que sería injusto limitar su talento a la erudición. Bajo una capa de datos late un rigor periodístico que actualiza el corpus referencial de la cultura de masas, utilizando como arma más letal la metáfora, la opinión y la primera persona de un modo parecido al que nos tiene acostumbrado, por ejemplo, Guillem Martínez. Sumando pedazos de caos, Costa levanta un discurso que sitúa la contracultura en una fase en la que, consciente de su agonía, rentabiliza su desaparición abogando por la eutanasia-espectáculo. Para que vean a qué me refiero, he aquí unos ejemplos del estilo Costa. El primero, sobre la primera frase de un artículo: "Cuando ustedes lean estas líneas, las elecciones serán cosa pasada y, por tanto, cada uno de nosotros ya habrá ejercido su democrático derecho a equivocarse de la manera que haya considerado más conveniente". El segundo, sobre el tono: "La ventriloquía es el antónimo de la risa: ¿qué complicidad puede sentir un espectador en su sano juicio con un tipo que se presenta sobre el escenario practicándole un visible fist-fucking a un muñecote que, habitualmente, está más tieso que un palo?". El tercero, sobre cómo filosofar sin que se note: "La diversión es, a lo crudo, la forma más amable de la inevitable tendencia autodestructiva del ser humano. Es el sustituto pop del suicidio". El cuarto, sobre el cantante Raphael: "Fue una insólita piraña de colores en el grisáceo bidet del franquismo".

Pocas cosas resultan tan gratificantes para un lector como descubrir en palabras ajenas intuiciones propias sin tener que pagar el pringoso rescate de una reprimenda ético-gremialista. Durante la promoción de este libro indispensable, nadie debería preguntarle a Costa qué se llevaría a una isla desierta. El mostrenco funciona como una cadena en la que cada eslabón necesita, como mínimo, dos eslabones más para completar un hilo narrativo al que se asoman, además de destellos de melancolía bladerunneriana y de envidiable radicalidad, conceptos tan sexys como "liofilización viril" y "psicopatía del gusto". Costa necesitaría una flota de barcos para transportar a una isla sus alijos musicales, literarios, videográficos y de papel cuché (desde Bizarre a Dígame pasando por revistas mexicanas sobre lucha libre). ¿Que dónde está Costa? En Madrid. Preguntado sobre qué le llevó al exilio, ésta ha sido su respuesta: "Dejé Barcelona en 1994 porque me ofrecieron un trabajo como asesor del programa Días de cine. Me gustaría decirte que me marché porque intuí que Madrid era una capital más mostrenca que Barcelona y que me guiaba un afán científico. Pero no. Sí es cierto que en Madrid he visto cosas muy extrañas que quizá nunca habría visto en Barcelona: también lo es que mi llegada coincidió con cierta percepción de fiebre del oro vinculada con la industria del cine y la televisión. Una fiebre del oro que, como todos los fenómenos de este tipo, fue ilusoria, pero que, vista desde fuera, te da la oportunidad de conocer a una gran variedad de buscavidas y nuevas mutaciones de la vieja picaresca".

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