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Columna
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Regalos

El tiempo se me ha echado encima y debo arrojarme a recorrer las cuatro o cinco calles comerciales del centro de Sevilla en busca de un regalo. El destinatario es un familiar nebuloso que sólo presencio cuando mi madre destapa la caja de latón en que entierra las fotografías de su adolescencia o me tiende la mano, sudorosa y algo fofa, con ocasión de una comunión, desposorio o funeral, y que este año ha decidido hacernos una visita a traición de camino a otra ciudad del sur. Pronto observo que existen muchas personas tan perezosas o cobardes como yo: han ido arrinconando esta obligación de adquirir sus regalos en los últimos días del mes, y ahora Tetuán y Sierpes se encuentran tan llenas que uno tiene serias dificultades para espiarse las puntas de los zapatos. Toda esta escena, pienso mientras esquivo hombros y observo la parálisis de los maniquíes en los escaparates, padece de una cierta irrealidad, como si en vez de estar sucediendo aquí y ahora fuese un vago recuerdo de infancia o uno de esos sueños tan sólidos que preceden al despertar de la mañana; la riada de transeúntes vira y revira por las esquinas, encontrando nuevos cauces, atascada a veces por un vendedor de pañuelos que se ha plantado en mitad de la acera o por un coche mal aparcado que dos policías municipales contemplan con admiración. Y sobre nuestras cabezas, un garabato de bombillas y de cables parpadea una vez y otra, en rojo, amarillo y verde, publicitando un producto que nadie conoce, pero que todos parecen buscar con furia en el interior de las tiendas, entre estrellas de Belén, Santa Claus sintéticos, deseos de felicidad.

Me pregunto qué puedo regalar a este desconocido que una de estas noches compartirá con nosotros cena y media docena de anécdotas espulgadas al azar de nuestro mutuo pasado. La pregunta no es nueva, de año en año sólo cambia la equis de la ecuación: hay que rendir homenaje a un individuo cuyos gustos, pasiones y manías nos resultan perfectamente ajenos, y acertar con un presente que al menos le evite pensar en la basura en cuanto deshaga los lazos y retire el papel de celofán. Tengo el escritorio invadido de obsequios que el pudor me prohibió arrojar a la papelera, y que se interponen incómodamente con sus formas y colores cada vez que me siento a escribir: no siento gratitud hacia las manos que me los otorgaron, sólo un sordo odio y un poco de lástima. De pronto, recuerdo esa ancestral costumbre de los hobbits, los personajes de Tolkien que ahora el cine ha asilado en los grandes almacenes y las jugueterías: en los cumpleaños, los hobbits no recibían regalos, sino que se los ofrendaban a quienes acudían a visitarles. Los únicos regalos valiosos son los que proceden de la cercanía, de la libertad, los que funcionan como suplentes de una persona a la que amamos o de una promesa que debe cumplirse. Mientras me detengo frente a un mostrador donde se exhiben charcuteramente cajas de perfume y corbatas estampadas, advierto que más o menos ya sé qué llevarle a este extraño que hoy nos visita, y entiendo que este regalo también posee un significado y un mensaje: con él no compramos un recuerdo sino su justo opuesto, el derecho a la despedida, la potestad de olvidar los rostros que no nos dicen nada.

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