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Columna
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Tres vinos

La fiebre pantagruélica de estos días pasa por el ritual del vino. La amenaza festiva aconseja el uso de estimulantes para soportar la tendencia a celebrar el nacimiento de Jesús comiendo y bebiendo como si el apocalipsis fuera inminente. Llegado a una edad en la que ya no puedo ir de disidente por la vida, opto por sumarme a los fastos con deportividad. En las estaciones de servicio vinícolas del barrio donde vivo, las colas se suceden. En el Lafuente de la calle de Johan Sebastian Bach, la gente sale cargando cajas, como si tuvieran que abastecer a monstruosos pozos sin fondo. Sigo andando hasta que, atraído por la sobriedad de su escaparate, entro en L'Excellence du Vin (calle de Josep Bertrand, 15), una tienda recién inaugurada en la que unos jóvenes de Burdeos han montado un santuario dedicado al sibaritismo, con salas de catas y un arsenal etílico que confirma las palabras del rey Hassan II cuando dijo: "Europa occidental sólo se interesa por las comilonas. Vive bajo el yugo del pollo, del vino y de la abstracción". Mientras examino las botellas, hago muecas de experto, aunque para qué nos vamos a engañar: no tengo ni puta idea. Lo mío, más que analizar y acertar en la elección de un vino, es beberlo y entregarme en cuerpo y alma al poder del pollo y de la abstracción.

Hasta hace poco, el sistema que aplicaba para opinar sobre un vino era: cuanto más caro, mejor. Eso ha contribuido al enriquecimiento de mis bodegueros tanto como a mi ruina. Viendo que se acercan tiempos de crisis (la guerra contra Irak, el Barça, no ser capaz de seducir a esa mujer que, incomprensiblemente, parece no apreciar mis infinitos encantos), he decidido aplicar un nuevo criterio: comprar vinos que me sorprendan por motivos extravinícolas. Ya que me da lo mismo uno que otro, investigaré zonas ignotas de mi curiosidad y puede que, de chiripa, consiga alguna botella barata. La atmósfera de L'Excellence du Vin tiene algo de religioso. En el escaparate, piropos serigrafiados que suelen aplicarse al vino: enveloppant, savoureux, agréable au palais, y que recomiendo pronunciar con voz de susurrante anuncio de perfume. Aplicaré el siguiente sistema: me quedaré con la segunda botella que me ofrezcan. Pediré un Burdeos, y rechazaré la primera oferta. Tras un breve diálogo, el experto que me atiende me dice: "Excelente elección". Me abstengo de comentarle la lógica de mi sistema y pago por un ejemplar de La Fleur d'Arthus, en cuya elección ha influido su nombre, de una pedantería kitsch a años luz de la masculina expresividad de nuestro Sangre de Toro. A la mañana siguiente, en otra excelente tienda regentada por otro francés (Aromes, calle de Santaló, 41), adquiero un caldo catalán etiquetado como Joan Rendé Masdeu. Exacto: igual que el escritor. De hecho, es del escritor. Por eso me lo llevo, porque pocas veces tiene uno la oportunidad de conocer al que firma sus productos. Mentalmente, veo a Rendé con su bigote, su pajarita, su sombrero, y le recuerdo en alguna que otra fiesta de antaño demostrando sus extraordinarias dotes de bailarín.

Horas más tarde, estoy en Lavinia (Diagonal, 605), gran superficie dedicada al vino en la que una francesa asesora al personal. ¿Nos están invadiendo los franceses? Sigo con mi sistema de llevarme lo primero que me llame la atención. Entre miles de tentaciones, veo una etiqueta con, en lugar de viñedos o racimos dibujados con plumilla, la foto de tres hermosas y sonrientes mujeres. Parece la portada de un libro de Isabel Allende o el cartel de una peli argentina sobre la solidaridad entre esposas e hijas de desaparecidos. El vino se llama Las Niñas, un merlot del año 2000 de unas viñas chilenas. La contraetiqueta, escrita en francés, dice más o menos: "Régine y sus hijas Alix y Margaux. Es la historia de un dominio en el que las mujeres dejan su huella. Las mujeres, las chicas, LAS NIÑAS. En la etiqueta figuran aquellas que, cada una en su lugar, intervienen tanto en el mantenimiento de los viñedos como en la concepción de los vinos, su elaboración y su comercialización por el mundo". Fascinado por esta botella feminista, investigo y descubro que Las Niñas es una de las propiedades chilenas de Estelle Dauré, la emprendedora restauradora del Château de Jau, en el Rosellón. Todavía me queda algo de dinero para acercarme al Celler de Sant Gervasi, en la calle de Vallmajor, regentado por dos jóvenes nativos que compensan la invasión francesa. Hace unos meses, me dejé aconsejar por su excelente criterio y me llevé una botella para regalar que tuvo mucho éxito. Claro que, ahora que lo pienso, quizá aplicaban algún criterio tan poco ortodoxo como el mío. En el fondo, puede que todos (compradores, enólogos) formemos parte de una misma megaimpostura en la que fingimos ser lo que no somos. De una cosa estoy seguro: nuestra sed es auténtica.

La fiebre pantagruélica de estos días pasa por el ritual del vino. La amenaza festiva aconseja el uso de estimulantes para soportar la tendencia a celebrar el nacimiento de Jesús comiendo y bebiendo como si el apocalipsis fuera inminente. Llegado a una edad en la que ya no puedo ir de disidente por la vida, opto por sumarme a los fastos con deportividad. En las estaciones de servicio vinícolas del barrio donde vivo, las colas se suceden. En el Lafuente de la calle de Johan Sebastian Bach, la gente sale cargando cajas, como si tuvieran que abastecer a monstruosos pozos sin fondo. Sigo andando hasta que, atraído por la sobriedad de su escaparate, entro en L'Excellence du Vin (calle de Josep Bertrand, 15), una tienda recién inaugurada en la que unos jóvenes de Burdeos han montado un santuario dedicado al sibaritismo, con salas de catas y un arsenal etílico que confirma las palabras del rey Hassan II cuando dijo: "Europa occidental sólo se interesa por las comilonas. Vive bajo el yugo del pollo, del vino y de la abstracción". Mientras examino las botellas, hago muecas de experto, aunque para qué nos vamos a engañar: no tengo ni puta idea. Lo mío, más que analizar y acertar en la elección de un vino, es beberlo y entregarme en cuerpo y alma al poder del pollo y de la abstracción.

Hasta hace poco, el sistema que aplicaba para opinar sobre un vino era: cuanto más caro, mejor. Eso ha contribuido al enriquecimiento de mis bodegueros tanto como a mi ruina. Viendo que se acercan tiempos de crisis (la guerra contra Irak, el Barça, no ser capaz de seducir a esa mujer que, incomprensiblemente, parece no apreciar mis infinitos encantos), he decidido aplicar un nuevo criterio: comprar vinos que me sorprendan por motivos extravinícolas. Ya que me da lo mismo uno que otro, investigaré zonas ignotas de mi curiosidad y puede que, de chiripa, consiga alguna botella barata. La atmósfera de L'Excellence du Vin tiene algo de religioso. En el escaparate, piropos serigrafiados que suelen aplicarse al vino: enveloppant, savoureux, agréable au palais, y que recomiendo pronunciar con voz de susurrante anuncio de perfume. Aplicaré el siguiente sistema: me quedaré con la segunda botella que me ofrezcan. Pediré un Burdeos, y rechazaré la primera oferta. Tras un breve diálogo, el experto que me atiende me dice: "Excelente elección". Me abstengo de comentarle la lógica de mi sistema y pago por un ejemplar de La Fleur d'Arthus, en cuya elección ha influido su nombre, de una pedantería kitsch a años luz de la masculina expresividad de nuestro Sangre de Toro. A la mañana siguiente, en otra excelente tienda regentada por otro francés (Aromes, calle de Santaló, 41), adquiero un caldo catalán etiquetado como Joan Rendé Masdeu. Exacto: igual que el escritor. De hecho, es del escritor. Por eso me lo llevo, porque pocas veces tiene uno la oportunidad de conocer al que firma sus productos. Mentalmente, veo a Rendé con su bigote, su pajarita, su sombrero, y le recuerdo en alguna que otra fiesta de antaño demostrando sus extraordinarias dotes de bailarín.

Horas más tarde, estoy en Lavinia (Diagonal, 605), gran superficie dedicada al vino en la que una francesa asesora al personal. ¿Nos están invadiendo los franceses? Sigo con mi sistema de llevarme lo primero que me llame la atención. Entre miles de tentaciones, veo una etiqueta con, en lugar de viñedos o racimos dibujados con plumilla, la foto de tres hermosas y sonrientes mujeres. Parece la portada de un libro de Isabel Allende o el cartel de una peli argentina sobre la solidaridad entre esposas e hijas de desaparecidos. El vino se llama Las Niñas, un merlot del año 2000 de unas viñas chilenas. La contraetiqueta, escrita en francés, dice más o menos: "Régine y sus hijas Alix y Margaux. Es la historia de un dominio en el que las mujeres dejan su huella. Las mujeres, las chicas, LAS NIÑAS. En la etiqueta figuran aquellas que, cada una en su lugar, intervienen tanto en el mantenimiento de los viñedos como en la concepción de los vinos, su elaboración y su comercialización por el mundo". Fascinado por esta botella feminista, investigo y descubro que Las Niñas es una de las propiedades chilenas de Estelle Dauré, la emprendedora restauradora del Château de Jau, en el Rosellón. Todavía me queda algo de dinero para acercarme al Celler de Sant Gervasi, en la calle de Vallmajor, regentado por dos jóvenes nativos que compensan la invasión francesa. Hace unos meses, me dejé aconsejar por su excelente criterio y me llevé una botella para regalar que tuvo mucho éxito. Claro que, ahora que lo pienso, quizá aplicaban algún criterio tan poco ortodoxo como el mío. En el fondo, puede que todos (compradores, enólogos) formemos parte de una misma megaimpostura en la que fingimos ser lo que no somos. De una cosa estoy seguro: nuestra sed es auténtica.

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