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Columna
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Las horas

Las mejores utopías son aquellas que no sirven para negar el presente. Ocurre igual con las mejores nostalgias. El tiempo se las arregla siempre para vivir en otra parte, para ejercer de fantasma y levantar sus paraísos en el futuro o en el pasado. Por eso hay que tener mucho cuidado con sus afirmaciones y sus promesas cuando esconden una negación de las horas presentes, en favor de los bellos años perdidos o de las eternidades perfectas que están por llegar. Las utopías sólo son aceptables si mezclan sus imaginaciones con la realidad, si sirven para darle sentido a los minutos que caen sobre nuestros cuerpos como una lluvia invisible, carnal y perpetuamente actualizada. Las nostalgias sólo ayudan si son capaces de romper las murallas del pasado, si convierten la memoria en una experiencia elegida, en un modo de comprender la vida que se despierta todos los días, al romper el alba, junto a nosotros. Las imaginaciones sobre el pasado y el futuro son imprescindibles cuando nos hacen compañía en la palabra hoy, en el vértigo del ahora, en la plenitud de los momentos que nos rozan los hombros y nos dan una fecha precisa, una estación, un año. Por desgracia la ciudad de Granada suele hundirse en sus nostalgias y sus utopías para negar el presente. Vive su particular novela de ciudad vencida, llora lo que no supo defender, y luego convierte las lágrimas en denuncia contra todo lo nuevo. La ciudad de Granada ya está de vuelta, así que prefiere utilizar el ideal de perfección como un veneno paralizante, como un rencor de aguas estancadas. A ella nadie la engaña.

El caballo de Pérez Villalta ha cumplido una semana sobre el reloj del ayuntamiento. Le ha sobrado tiempo para comprender lo que significa ser granadino, porque ya antes de nacer lo habían puesto de vuelta y media, acosado por una polémica inmerecida. Ahora puede defenderse con su belleza pública, con su dignidad de verdadera obra de arte, con su tarea de pisar las horas hasta dejarlas entre nosotros, convirtiendo los sueños y las utopías en una cabalgadura del presente. Pero no va a bastarle con su propia realidad, porque algunas gentes no están dispuestas a ver lo que tiene delante de sus ojos, mientras sea posible mantener que el sol se mueve y que la tierra permanece clavada en el universo. Me cuentan que la discusión ha alcanzado incluso al grupo municipal socialista, temeroso de que su decisión provoque anunciadas catástrofes electorales. No lo entiendo. Las plazas de esta ciudad se han llenado de imágenes mediocres, burros costumbristas o escenas religiosas, y aquí no pasó nada. El escándalo se reservaba para una obra de arte de muy notable calidad, que nos ha ofrecido, además, lo que más falta hacía: una meditación laica sobre el tiempo. Granada lleva años abandonándose a los poderes terrenales de la Iglesia, a su costumbrismo espiritual, a sus palpables banderas que vuelven a ondear sobre el tejido humano y cultural de la ciudad. Quizá sea eso lo que molesta ahora, más allá de los intereses sectarios y las polémicas ridículas. Se trata de un punto de referencia laico. El caballo de Pérez Villalta hace camino sobre unas nostalgias y unas utopías que sirven para afirmar el presente.

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