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LA CRÓNICA
Columna
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El voto del emigrante

Xavier Vidal-Folch

En los albores de la independencia americana, los insurgentes colonos tiraron a las aguas del puerto de Boston las sacas de té, al grito de "no taxation without representation". Esto es, ningún impuesto sin el derecho al voto, esto es, sin el control del destino del dinero recaudado por los impuestos. La esencia de la ecuación deberes-derechos, de la democracia liberal.

Han pasado 200 años largos y en Europa seguimos negando el derecho al voto de gentes que pagan sus impuestos. Por la miserable razón de que no son nacionales de nuestros Estados en decadencia: suman entre 15 y 20 millones de residentes permanentes, inmigrantes legales sin amparo. Menuda razón para robarles el pan y la sal de la urna.

En Europa seguimos negando el derecho al voto de gentes que pagan sus impuestos

La tierra es para quien la trabaja, clamaban medio siglo atrás los sindicatos campesinos. La empresa, para quien la recrea, estipulaban en los últimos 20 años los yuppies orquestadores de los management buy out y demás jerigonzas participacionistas. Reduccionistas, sí, pero siempre albergando algo de razón.

Y si llevan algo de razón, todavía más la lleva la sexta nación de Europa, la de los millones de residentes permanentes entre nosotros, que carecen aún del derecho al voto. La ciudad es de quien la habita, sentenció unánime, esta semana que acaba ahora, la tercera conferencia de la Carta Europea de Salvaguardia de los Derechos Humanos en la Ciudad, celebrada en Venecia.

Encabezadas por la capital de la Serenísima República, la periférica (de París) Saint-Denis y esta Barcelona inquieta entre los fastos olímpicos y la diversidad del 2004, varias decenas de urbes europeas reclamaron el sufragio activo y pasivo -el derecho a elegir munícipe y a ser elegido alcalde- para sus habitantes no nacionales, de piel oscura y origen incierto. "Sin excepción alguna", precisaron en sus conclusiones.

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"Es una cuestión de dignidad, porque el derecho al voto constituye un elemento de dignidad, y además frenaría el racismo", espetaba la ideóloga de la Carta, Monique Chemillier-Gendrau, de Saint-Denis. "Urge una agenda local de los derechos humanos", ampliaba el juez José Manuel Bandrés, presidente del Instituto de Derechos Humanos de Cataluña, un tipo de esta ciudad, urdidor de mil cónclaves democratistas, que merece la pena.

La pulsión de las ciudades europeas por reconocer a todos sus habitantes -independientemente de su sangre y de su religión- el derecho a un estatuto de ciudadanía paralelo y compatible con el catálogo de derechos asociados a la nacionalidad no es una utopía impracticable.

No lo es. Las ciudades no están solas en su empeño por la generalización de derechos (también de deberes, nada de buenismo flomfli) a sus vecinos. Hace años que la Comisión Europea, de la mano del portugués António Vitorino, viene clamando por un Estatuto del Residente. Este estatuto, ya escrito en todos sus detalles, homologaría los derechos sociales de un magrebí del Raval con los de un albanés en Roma y los de un turco en Düsseldorf, y les otorgaría el sufragio en las elecciones municipales y europeas.

Vitorino ha sido cortésmente boicoteado por los Aznar, Berlusconi y Blair, empeñados solamente en la (por otra parte imprescindible) lucha contra la inmigración ilegal y sus mafias. Pero olvidadizos de que ésta, sin acompañarse de la integración de los inmigrantes legales, descompensaría el equilibrio europeo entre seguridad y libertad.

Hasta ahora, la dinámica de los represores ha desbordado a la de los integradores. Pero las ciudades pueden dar el vuelco a esta partida de ajedrez. "Somos el 80% de la población", recuerda el alcalde véneto, el elegante eurodiputado Paolo Costa. Si Bruselas y las urbes se conjuran, igual ganan el pulso a los Estados. Veremos.

No todo concluye, aunque culmine, en los derechos cívico-políticos. Todos los asistentes a la conferencia veneciana coincidían en que sin un colchón de derechos económicos y sociales, el acceso a la urna sería hipócrita. Por eso en ciudades como Santa Coloma, regidores periféricos como Dolça García se empeñan -sin altavoces- en un sinfín de programas de integración.

Aunque cabría añadir que también es cierto lo contrario: sin el supremo acceso a la política, el derecho a la boca queda relegado por debajo del umbral de dignidad, como clamaban los asistentes a la fiesta del té en Boston.

La Carta Europea de Salvaguardia de los Derechos Humanos en la Ciudad es mucho más que esa reivindicación concreta, aunque esencial. Es un catálogo de derechos actualizados -aunque no sólo un catálogo-, es una guía, es un programa de habitabilidad moral del territorio que pisamos. Nació hace cuatro años, para festejar el 50º aniversario de la Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, y para concretarla. En su proceso, contribuyó a generar el diálogo de Porto Alegre, por una globalización encauzada. Todavía está en la infancia, a medio camino entre las oenegés voluntariosas y las administraciones locales sensibles.

En Barcelona tiene una brújula, amén del municipio, el Instituto de Derechos Humanos. Se oirá hablar de él.

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