Un regalo peligroso
Así como ciertos seres son los últimos testigos de alguna forma de vida que la naturaleza abandonó, la invención del regalo es tal vez el único ejemplo de lo que habría podido ser -de no haberse inventado el lenguaje, la formación de palabras, el análisis de las ideas- la comunicación entre las almas. Aun así, aunque no sea lo que habría podido ser, un regalo no deja de ser algo muy comunicativo, con ciertos matices trágicos a veces, la prueba está en que nos crea múltiples dudas morales y metafísicas. A veces tener que regalar algo nos pone al borde del abismo, nos complica la vida hasta extremos que jamás habíamos sospechado.
Es peligroso regalar. El gesto es desde luego la manifestación extrema de un elegante arte, pero no conviene que olvidemos que tiene su lado salvaje. Como todos perfectamente sabemos, no podemos regalar nada que nos guste mucho, pues si casualmente llegamos a encontrar algo maravilloso, el impulso natural nos conduce a quedárnoslo, nos lo apropiamos, no llega nunca a la persona a la que pensábamos obsequiar. En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros, tengo una amplia experiencia en ello. Aunque sepa que puedo comprar dos libros idénticos y se acaba el problema, acabo comprando el libro sólo para mí, pues me parece inmoral comprar dos y regalar uno, porque entiendo que eso no es pensar en el otro, entiendo que eso no es regalar, pues sé que regalar es cesar súbitamente de vivir para nosotros mismos y pensar en la persona a la que vamos a obsequiar, pensar y concentrarse mucho en ella y quererla de verdad, quererla muchísimo. Amarla de verdad exige que le regalemos el libro y nosotros tengamos paciencia y nos fastidiemos unas horas o unos días, hasta haberle entregado el regalo. Y entonces, ya con el regalo hecho, comprar tranquilamente nuestro ejemplar, con cara de idiotas, eso sí, con cara de ser los típicos manirrotos, esos que regalan siempre lo que más necesitan.
La invención del regalo es tal vez el único ejemplo de lo que habría podido ser la comunicación entre las almas
No podemos regalar algo que nos guste mucho, pues podemos caer en el impulso natural de quedárnoslo
Siempre ante ese dilema moral
he actuado así, salvo en cierta ocasión que fue la excepción a la regla, fue un día en el que entré en una librería y descubrí que mi autor preferido, sin previo aviso, acababa de publicar su nuevo libro. Lo compré para regalarlo, porque había entrado allí con la idea de buscar algo para regalar a una amiga. Salí de la librería. Volví a entrar. Compré un segundo ejemplar, éste para mí. Entonces pensé que era inmoral comprar dos y regalar uno y me dije que debería haber comprado sólo el ejemplar de regalo, tal como estaba acostumbrado a hacer cuando se me presentaba ese dilema ético. Después, todo se complicó aún más cuando de pronto pensé en la amiga a la que iba a regalarle el libro y me di cuenta de que, a pesar de ser una de las personas que más quería en el mundo, en el fondo apenas sabía nada de ella -creo que en realidad no sé nada de nadie-, apenas sabía qué necesitaba o le gustaba. En realidad, me dije, es una completa desconocida para mí. Acabé ampliando mi biblioteca con los dos libros idénticos, diciéndome que era muy improbable que a alguien a quien en el fondo no conocía pudiera interesarle, gustarle exactamente el mismo libro que a mí. Al final, le regalé una lámpara, una que estaba de rebajas en la tienda de la esquina. Y ella me la tiró por la cabeza. Es peligroso regalar.
El arte de regalar libros: cuando no es peligroso, es complicado. Es arriesgado regalar libros cuando quien lo recibe, como me sucedió en cierta ocasión, pregunta si merece la pena leerlo. Le dices que sí y entonces pregunta si es un libro que podría haber escrito él. Le dices que no y te contesta que no puede ser un buen libro pues, como decía Pascal, los mejores libros son aquéllos cuyos lectores creen que también ellos podrían haberlos escrito.
También es peligroso regalar libros a gente muy exigente que los mira con extraña atención y acaba preguntándote si les acabas de regalar medio kilo de papel y tinta o bien una nueva vida. Peligroso también cuando regalas un libro que es un clásico indiscutible y te dicen que muchas gracias y que es un gran obsequio porque les permite mirar hacia otro lado y otros regalos, pues un autor clásico es un hombre al que se puede elogiar sin haberlo leído. Peligroso también cuando la persona a la que has regalado el libro te dice que no piensa leerlo, pues sólo ha leído uno en toda su vida, uno de Ramiro de Maeztu, que le pareció tan bueno y que explicaba tan bien el mundo que ya no ha necesitado nunca leer ninguno más, pues cree que el que leyó es insuperable. Peligroso también cuando lo regalas a alguien en quien de pronto descubres, entre el terror y la alegría, que no ha nacido más que para sorber el veneno de los libros.
No olvidaré el día en que, obligado por unas circunstancias que no vienen al caso, tuve que regalar un libro a un tipo que se vanagloriaba de no haber leído jamás ninguno. No ignoraba yo que aquello, aunque no lo era, podía ser entendido como una provocación. Tras lanzarme una mirada desafiante, el tipo inició un simulacro burlón de todos esos gestos corrientes que hacemos cuando nos disponemos a leer. Sacó sus lentes del bolsillo de su americana, los limpió con el extremo de la corbata, para colocarlos en la nariz y sujetarlos detrás de las orejas antes de dirigir la mirada hacia una de las páginas de en medio del libro, donde casualmente fue a parar a una frase de Fernando Savater en la que contestaba así a la pregunta de si se imaginaba a alguien que no lee: "Su cabeza debe ser como un desván vacío". En lugar de reaccionar violentamente, que habría sido lo normal en él, el tipo se quedó abatido. Como dicen ahora, se quedó más hundido que el fontanero del Titanic.
Es muy peligroso regalar libros.
Muchas personas se fijan sólo en el título de la novela que les ofreces, pues creen que contiene un mensaje velado para ellos, algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. Me ha ocurrido varias veces. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el burro, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del Abate Dinouart, a alguien tan susceptible que pensó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario rompió a llorar porque había creído leer el laberinto de tu soledad; no le voy a regalar nunca Cien años de soledad, por supuesto, no le voy a regalar nada del boom, por si acaso. El día en que regalé El hombre sin atributos a alguien que estaba acomplejado sexualmente. El día en que regalé Rumbo a peor a una amiga deprimida. El día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acababa de mandármela a mi domicilio y entendió que no la quería ni regalada.
Es peligrosísimo regalar libros, sobre todo si quien lo recibe cree que tu noble gesto está en relación directa con tu gran remordimiento, y a partir de ese momento, siempre que te lo encuentras, actúa como perdonándote alguna antigua deuda. Es peligrosísimo regalar a tus amigos el libro que acabas de publicar. Les escribes dedicatorias afectuosas y crees que se apiadarán de ti o te admirarán. Pero muchos no piensan para nada leerlo, aunque algunos simularán haberlo hecho, te citarán de memoria frases de la página 127 del libro. Y sin embargo, en alguna parte un desconocido nos leerá con increíble atención y esperará años antes de dirigirse a nosotros.
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