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Desinformación sobre Irak

La avalancha de informes, filtraciones y falsas noticias sobre la inminente guerra de Estados Unidos contra la dictadura de Sadam Husein en Irak es cada vez más intensa. Pero es imposible saber hasta qué punto se trata de una campaña magníficamente dirigida de guerra psicológica contra Irak, y hasta qué punto una serie de tropezones públicos de un Gobierno inseguro sobre el próximo paso. En cualquier caso, me parece tan posible que haya guerra como que no la haya. Desde luego, las agresiones verbales sobre el ciudadano medio tienen una beligerancia y una ferocidad sin precedentes, y el resultado es que se sabe muy poco, con certeza, sobre lo que está ocurriendo. Nadie puede confirmar de forma independiente los diversos movimientos de tropas y barcos que se notifican a diario y, dado que es tremendamente difícil vislumbrar la forma de pensar de Bush, no resulta sencillo saber cuál es su verdadera intención. Ahora bien, de lo que existen pocas dudas es de que todo el mundo está preocupado -incluso angustiado- por el catastrófico caos que seguirá a otra campaña aérea como la de Afganistán contra el pueblo iraquí.

Sin embargo, otro aspecto del diluvio de datos y opiniones que resulta muy perturbador, al margen de cuáles sean sus verdaderas intenciones, es el torrente de artículos sobre el Irak post-Sadam. Uno del que me gustaría hablar, en especial, es parte del esfuerzo continuado de un exiliado iraquí, Kanan Makiya, para promoverse a sí mismo como padre de lo que denomina un país "no árabe" y descentralizado, después de acabar con re régimen baazista. Cualquiera que se interese mínimamente por las vicisitudes de este país, en otro tiempo rico y floreciente, sabe que los años de gobierno del Partido Baaz han sido un desastre, pese al programa de desarrollo y construcción que llevó a cabo el régimen en los primeros tiempos. De forma que nadie puede oponerse a intentar imaginar lo que podría ser de Irak si Sadam cae gracias a la intervención estadounidense o un golpe de Estado interno. La aportación de Makiya ha sido constante, en los medios audiovisuales y en publicaciones serias que le han ofrecido una plataforma para expresar sus opiniones, sobre las que hablaré enseguida. Lo que no está tan claro es quién es él y de dónde procede. Y, a mi juicio, es importante saber esas cosas, aunque sólo sea para juzgar el valor de su aportación y comprender con más precisión la naturaleza específica de sus reflexiones e ideas.

Cuando conocí a Makiya -a quien se suele identificar por su relación como investigador con Harvard y como profesor con Brandeis (ambas universidades en Boston)-, a principios de los años setenta, él estaba estrechamente vinculado al Frente Democrático Popular para la Liberación de Palestina. Recuerdo que, por aquel entonces, estudiaba arquitectura en el MIT, pero nunca decía casi nada durante las ocasiones en las que nos encontramos. Luego desapareció de la vista o, mejor dicho, de mi vista. Resurgió en 1990 como Samir Khalil, autor de un cacareado libro titulado The republic of fear , que describía el Gobierno de Sadam con terrible espanto y dramatismo. El libro, una de las obras que más impacto causaron en los medios de comunicación durante la primera guerra del Golfo, lo escribió, al parecer -según una lisonjera entrevista con Makiya, aparecida en la revista New Yorker-, durante un periodo de descanso de su trabajo en el estudio de arquitectura de su padre en el propio Irak. En la entrevista reconocía que, en cierto sentido, Sadam había financiado de forma indirecta su libro, pero nadie le acusó de haber colaborado con un régimen al que evidentemente detestaba.

En su siguiente obra, Cruelty and silence , Makiya atacó a los intelectuales árabes, a los que acusó de oportunismo e inmoralidad por elogiar a diversos regímenes árabes o permanecer callados sobre los abusos de varios Gobiernos contra su pueblo. Por supuesto, Makiya no hablaba de su propio historial de silencio y complicidad como beneficiario de la generosidad del régimen iraquí. Está claro que tenía derecho a trabajar para quien quisiera; pero el caso es que decía las cosas más viles contra personas como Mahmud Darwish y yo, por ser nacionalistas y presuntos defensores del extremismo y, en el caso de Darwish, por haber escrito una oda a Sadam. En mi opinión, la mayor parte de lo que escribía Makiya en el libro era repugnante, basado en insinuaciones cobardes e interpretaciones falsas, pero el libro, como era de esperar, tuvo uno o dos instantes de popularidad porque confirmaba la opinión occidental de que los árabes eran unos conformistas malvados y turbios. No parecía importar que el propio Makiya hubiera trabajado para Sadam ni que nunca hubiera escrito nada sobre los regímenes árabes hasta Republic of fear, es decir, hasta después de salir de Irak y abandonar su trabajo allí. En Estados Unidos se le elogió por ser un hombre valiente y de conciencia que había desafiado la costumbre de la autocensura de los intelectuales árabes, pero quienes le elogiaban solían ser personas que no sabían que Makiya nunca había escrito en un país árabe ni que, lo poco que había escrito, lo había hecho protegido tras un seudónimo y una vida próspera y segura en Occidente.

Aparte de estos dos libros y un artículo en el que instaba al Gobierno de Estados Unidos a ocupar Bagdad durante la primera guerra del Golfo, no volvió a saberse gran cosa de él. De pronto, el año pasado, publicó una novela ilegible que quería demostrar que la Cúpula de la Roca la construyó un judío; el editor me envió el libro, así que pude hojearlo antes de su publicación oficial, pero me horrorizó lo mal escrito que estaba y el que no pudiera resistirse a exhibir cuánto había leído su autor, por lo que estaba lleno de notas a pie de página, una cosa bastante rara para lo que pretendía ser una obra de ficción. La novela tuvo una muerte dulce, afortunadamente, y Makiya volvió a caer en el silencio.

Antes de que el Gobierno estadounidense iniciara la campaña contra Irak, hace unos me

ses, Makiya había dicho poca cosa sobre la guerra contra el terror, los sucesos del 11 de septiembre y la guerra en Afganistán. Es verdad que escribió una especie de comentario para una revista quincenal norteamericana sobre el presunto manual terrorista de Mohammed Atta, pero, incluso para él, fue una cosa poco digna de tenerse en cuenta. Sin embargo, recuerdo vivamente que, a finales de este verano, oí por casualidad una entrevista radiofónica con él en la que se le identificaba, por primera vez, como jefe de un grupo del Departamento de Estado que preparaba el Irak posterior a la guerra y a Sadam. Su nombre no había figurado entre los que formaban parte de los grupos de oposición iraquíes financiados por Estados Unidos, ni tampoco había escrito nada que el gran público pudiese leer sobre el conflicto palestino-israelí o cualquier otro problema en Oriente Próximo, aunque me enteré de que había visitado Israel en varias ocasiones.

La versión más completa de sus planes para Irak después de una invasión estadounidense, elaborada en su puesto actual como empleado fijo del Departamento de Estado norteamericano, aparece en el número de noviembre de 2002 de Prospect, una buena revista mensual británica, de corte liberal. Makiya comienza su "propuesta" enumerando las extraordinarias hipótesis en las que se basan sus argumentos, dos de las cuales son, casi por definición, inimaginables. La primera es que "el derrocamiento" de Sadam no debería realizarse después de una campaña de bombardeos. Makiya debe de haber vivido últimamente en Marte si piensa que, en caso de guerra, no habría una oleada de bombardeos masivos, teniendo en cuenta que todos los planes que han circulado relacionados con un cambio de régimen en Irak afirman explícitamente que habría bombardeos despiadados del país. El segundo supuesto es igual de imaginativo, porque Makiya parece creer, contra todos los indicios, que Estados Unidos se compromete a construir el país y la democracia en Irak. No acabo de comprender por qué cree que Irak es lo mismo que Alemania y Japón tras la II Guerra Mundial (la reconstrucción de ambos países se hizo debido a la guerra fría); además, no menciona ni una vez el hecho de que Estados Unidos está decidido a derrocar el régimen iraquí a causa de las reservas de crudo del país y porque Irak es enemigo de Israel. Es decir, empieza por hacer unas suposiciones ridículas, que van en contra de todas las pruebas.

No se deja amilanar por detalles tan poco importantes, y sigue adelante. Los iraquíes prefieren el federalismo más que un Gobierno centralizado, dice. La prueba que ofrece no merece ni ser tenida en cuenta. Como todos sus demás intentos de convencer al lector de que sus argumentos son significativos, su lógica no tiene ninguna fuerza porque se basa tanto en supuestos ficticios como en sus propias afirmaciones personales, bastante dudosas. Él defiende el federalismo, y los kurdos, también, asegura. No se molesta en decir de dónde se supone que debe surgir ese federalismo (aparte de su mesa en el Departamento de Estado). Está claro que planea que lo impongan desde el exterior, pese a que afirma, sin ofrecer prácticamente ningún argumento, que "todo el mundo" está de acuerdo en que ése debe ser el resultado final en Irak. Ello "significa traspasar el poder de Bagdad a las provincias", se supone que mediante un plumazo del general Tommy Franks. Cualquiera diría que la Yugoslavia posterior a Tito nunca existió y que el trágico federalismo de dicho país fue un éxito. Pero Makiya está tan convencido de sus opiniones y su posición como teórico del gobierno y casi-rey, que se permite ignorar las consecuencias, la historia, la gente, las comunidades y la realidad para poder defender sus absurdas propuestas. Eso es exactamente lo que le gusta al Gobierno de Estados Unidos, por supuesto: que haya múltiples intelectuales árabes, sin responsabilidades ante nadie, que empujen al ejército estadounidense a la guerra mientras pretenden trabajar para llevar la "democracia" al país en cuestión, en total contradicción con los verdaderos objetivos de Estados Unidos y sus actuaciones históricas. Por lo visto, Makiya no ha oído hablar de la catastrófica intervención de los norteamericanos en Indochina, Afganistán, Centroamérica, Somalia, Sudán, Líbano y Filipinas, ni sabe que Estados Unidos tiene actualmente fuerzas militares en unos 80 países.

El gran clímax de la explicación de Makiya para justificar la invasión estadounidense de Irak es su propuesta de que el nuevo Irak sea "no árabe". (De paso, habla con desprecio de la opinión pública árabe, que, asegura, nunca tendrá ninguna importancia. Por supuesto, eso deja el campo libre para sus etéreas especualaciones sobre el futuro y el pasado). Makiya no dice cómo se producirá esa mágica solución desarabizadora, ni tampoco muestra cómo se van a arrebatar a Irak su identidad islámica y su capacidad militar. Menciona una misteriosa alquimia que produce lo que llama "territorialidad" y procede a construir otro castillo de arena sobre el que basa el futuro Estado iraquí. Ahora bien, al final, reconoce que todo estará garantizado "desde fuera" por Estados Unidos. No le preocupa saber si ha ocurrido eso con anterioridad en algún sitio ni le inquietan el unilateralismo y el carácter innecesariamente destructivo de EE UU.

Es difícil decidir si hay que reír o llorar ante las opiniones de Makiya. Claramente, se trata de un hombre sin experiencia de gobierno, ni siquiera de ciudadanía. Después de vivir entre países y culturas y sin tener un compromiso visible con nadie (excepto con su propia carrera ascendente), ahora ha encontrado un refugio en las entrañas del Gobierno estadounidense que utiliza para alimentar sus asombrosas e imaginativas especulaciones. Para ser alguien que ha sermoneado a sus colegas sobre la responsabilidad intelectual y el juicio independiente, no constituye un ejemplo ni de una cosa ni de la otra. Todo lo contrario. Encaramado en un púlpito que le ha liberado de toda responsabilidad, parece estar al servicio de un amo que le ha pagado bien por sus servicios -como Sadam le pagaba en el pasado- y su voluble conciencia. Me parece increíble que Makiya se permita esa hipocresía y esa vanidad, pero ¿por qué no iba a hacerlo? Nunca ha participado en un debate público con ninguno de sus conciudadanos iraquíes, nunca ha escrito para un público árabe, nunca se ha presentado como candidato a un cargo ni a un puesto político que exigiera valor y compromiso personal. Siempre ha escrito con seudónimo o ha atacado a gente que no podía responder a sus difamaciones.

Resulta triste que Makiya sugiera, implícitamente, que es la voz y el ejemplo del futuro Irak. Pensar que se han perdido ya miles de vidas por las crueles sanciones de su amo o que se van a destruir probablemente muchas más debido a la guerra electrónica desencadenada en ese país por el Gobierno de George Bush. Pero Makiya sigue imperturbable. Carente de compasión y verdadero conocimiento de la situación, ofrece su palabrería a unos oyentes angloamericanos que parecen satisfechos de que al menos haya un árabe que muestra el debido respeto a su poder y su civilización, independientemente del papel desempeñado por Gran Bretaña en la división imperialista del mundo árabe o los perjuicios causados por Estados Unidos con su respaldo a Israel y las dictaduras árabes.

Makiya, en sí, es un fenómeno pasajero. Pero es síntoma de varias cosas al mismo tiempo. Representa al intelectual que sirve incondicionalmente al poder; cuanto más grande es el poder, menos dudas tiene. Es un hombre vanidoso y sin compasión, que no parece ser consciente del sufrimiento humano. No tiene principios ni valores estables y es un ejemplo típico de los cínicos halcones antiárabes (como Richard Perle, Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld) que revolotean alrededor del Gobierno de Bush como moscas alrededor de un panal. El imperialismo británico, las brutales políticas de ocupación de Israel y la arrogancia estadounidense no le detienen. Peor aún, es un hombre lleno de pretensiones y superficialidad, que presume de ser razonable pese a que está condenando a su propio pueblo a más penalidades y más trastornos. ¡Pobre Irak!

Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.

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