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Columna
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Verónica y los libros

José Luis Ferris

Ayer desayuné con Verónica. Dicho así resulta baladí e insustancial, pero no se engañen. Verónica es, en apariencia, un ama de casa hacendosa y solícita que pasea a su hija -una preciosidad de veintiún meses llamada Aitana- por las tardes, diluyéndose entre los demás como una emperatriz disfrazada de incógnito, como una ciudadana que no levanta sospecha. Sin embargo nada es así, porque Verónica, más allá de estas cosas, oculta el perfil y el oficio de una detective sagaz y avispada que husmea el menor detalle y llega hasta las últimas consecuencias sin desfallecer, con una tenacidad francamente resolutiva y una capacidad investigadora que la distinguen del resto. Y lo curioso es que Verónica no se dedica a revolver vidas ajenas o a destapar el enigma de una traición, de una infidelidad o de una desaparición misteriosa. Por extraño que pueda parecer, los objetos que ella explora son exclusivamente libros; libros perdidos o jamás catalogados que duermen el sueño de su inexistencia en lugares bastante lóbregos. Hace unos años, por poner un ejemplo, se introdujo en la cripta del Seminario de San Miguel de Orihuela. En el espacio oscuro de aquella biblioteca, Verónica descubrió ejemplares que llevaban siglos sin percibir el aliento humano. Lo que prometía ser una visita de reconocimiento se convirtió desde entonces en un profundo trabajo historiográfico, dedicando casi una década a la paciente catalogación de las obras de los siglos XV y XVI que se hallaban dispersas en aquel fondo institucional. Durante el rastreo, ataviada de guantes y mascarilla, tropezó con roedores y ediciones príncipe, libros de procedencia remota y aventuras insospechadas como la que le fue a deparar el hallazgo de un extraño volumen de Pedro Ciruelo, matemático y teólogo del XVI experto en supersticiones y hechicerías. De todo ello acaba de dar fe en un libro titulado El clero y los libros (Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert), pero no quiero que se engañen: Verónica Mateo es una madre feliz que, entre incunable e incunable, se diluye en la vida cotidiana y desayuna conmigo como cualquier princesa.

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