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Columna
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Beatles

Hace algunos años, yo presentaba un programa en una radio local a esa hora perdida entre la tarde y la madrugada en la que tan inútil resulta oponerse a la tiranía de la televisión. Yo colocaba discos y confesaba alguna que otra pasión al micrófono mientras las familias se preparaban para cenar y apretaban el mando a distancia en busca del concurso que fuera más respetuoso con su digestión: sé que a veces habría reunido más público si hubiera dejado la emisora y me hubiera dedicado a pontificar en la barra de un bar, pero había que llenar la parrilla horaria de alguna manera y yo era un cómodo montón de argamasa con que tapar huecos. El programa consistía en deletrear un número de teléfono para que los oyentes se pusieran en contacto con nosotros, nos formularan peticiones y recibieran el tema solicitado, si lo teníamos en la estantería. Solían telefonear dos personas cada noche en el espacio de una hora, así que el técnico y yo teníamos ocasión más que de sobra de contentar nuestros propios paladares con los discos de cada uno. Sólo en dos ocasiones se violó esa ley de sequía: una, cuando decidimos dedicarle un especial a Queen y otra cuando hicimos acopio de canciones de los Beatles. La terminal quedó literalmente colapsada, las voces se pisaban unas a otras para exigirnos este o aquel corte del disco tal y cual; fueron dos noches en las que, seguramente, los programadores televisivos estaban de permiso o sufrían jaqueca.

Leo que la semana pasada se celebró en la discoteca Weekend de Sevilla un multitudinario homenaje a los Beatles en el que la entrada era imposible y me acuerdo del enigma de mi emisora local, no menos milagroso que la prestidigitación de Cristo con los panes y los peces. Gentes de todas las raleas, pertenecientes a todas las franjas de edad, arrancadas de los más diversos estratos geográficos y culturales, se reunían en el aquel recinto carcelario para corear una música de hace treinta años, igual que aquella noche distante de mi pasado extenuaban el timbre del teléfono forzándonos a descolgar una y otra vez. Queen y los Beatles han sido siempre las voces más ecuménicas que ha dado el pop-rock en todas sus décadas de historia: se los respeta y aprecia desde el Nuevo Flamenco al Heavy Metal, sus baladas se entonan en toda borrachera que se precie y hay recopilaciones de unos o de otros orgullosamente apostadas en las estanterías de cada casa. Las dos formaciones han trascendido el rutinario entusiasmo juvenil para conseguir distinciones más extrañas y no sé si afortunadas; ambos fueron traducidos a la viola y al clarinete y ennoblecidos por la Orquesta Sinfónica de Londres, y los pioneros de Liverpool incluso conocieron una adaptación a instrumentos barrocos de sus principales partituras, obra de un nostálgico del ayer y del anteayer.

El secreto de la eternidad se encuentra, como siempre, en una sabia mezcla de buen hacer y de ganas de agradar, de conocimiento de los recursos y oportunismo: un pacto entre la soledad creadora y la ley de la mercancía parece la receta más apropiada para que los discos resistan incólumes el paso de los años. Aunque siempre hay voces discordantes, como aquel Sean Connery de Goldfinger que aseguraba que un Dom Perignon tibio era tan malo como aguantar a los Beatles sin taparse los oídos: era James Bond, ese pobre maniquí al que los años sí han injuriado sin solución.

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