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Columna
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Bohemios

Los bohemios eran gente de vida desordenada, irregular y ociosa, a medio camino entre el hampa y las bellas artes; precisamente eran sus pretensiones artísticas y literarias, a menudo sólo eso, pretensiones, las que les salvaban de la marginalidad absoluta y de la delincuencia, pequeña y desorganizada, que practicaban en sus formas artesanales del sablazo y el timo, especialidades en las que hacían valer su condición de artistas, manipuladores del verbo y creadores de efímeras y precursoras dramaturgias. Dorio de Gádex, haciendo colecta por los cafés madrileños con el cadáver de un bebé alquilado dentro de una caja de zapatos, realizó quizás la primera performance de la historia, un hapenning cruel y espantoso a la medida cruel del arte de nuestro tiempo, una anticipación pionera a la necrofilia y el sadismo, ingredientes acreditados en ciertos campos de la vanguardia casi un siglo después.

Los excesos de la bohemia llevaron a algunos de sus más ilustres protagonistas a abominar de ella años más tarde, incluyéndola en el apartado de pecados de juventud, aunque algunos de estos arrepentidos debían a aquellos tiempos y a sus malas compañías una parte, de mayor o menor peso, de la gloria literaria conquistada en la serena madurez.

A Rafael Cansinos Assens, autor de Bohemia, novela póstuma publicada hoy, 38 años después de su muerte, no le gustaba la bohemia. Y los bohemios menos, escribe Rafael Manuel Cansinos en el prólogo de esta cuidada y respetuosa edición. Como tampoco les gustaba a otros ilustres desertores, Pío Baroja, los hermanos Machado, sobre todo Manuel, Azorín o Valle Inclán, protagonista de eximios sucesos y extravagantes excesos en ese campo que fecundaría y alumbraría en Luces de Bohemia.

En su imprescindible obra La novela de un literato, publicada también póstumamente, Cansinos reflejó con detalle, ingenio y elegante prosa el mundo de la bohemia, el periodismo y la literatura del Madrid de principios del pasado siglo, sus lances, tragedias y sainetes, sus crímenes y sus epifanías, y lo hizo en calidad de testigo, no imparcial, sino subjetivo, narrador desapasionado y veraz, como un camarógrafo, escribe Rafael Manuel Cansinos en la introducción. Aunque en Bohemia el narrador recurra a la tercera persona, el protagonista de la obra es el propio autor, joven literato en ciernes desembarcado en las tripas de la descarnada bohemia madrileña, visitante tímido de prostíbulos y cafés, frecuentador de tertulias y cenáculos, paseante nocturno y visitador diurno en la redacción de El Motín del anciano e irreductible patriarca del anarquismo, don José Nakens, entrañable energúmeno.

De aquel Madrid bohemio de 1905, que refleja la novela, sólo permanece como una reliquia incorruptible el Café Comercial de la glorieta de Bilbao, que, sin renunciar a la leyenda, hace tiempo que abrió un cibercafé en la antigua sala de juegos del piso de arriba. A principios de siglo, la glorieta de Bilbao era el satélite más brillante en la órbita de la Puerta del Sol o su sucursal más importante, imprescindible en la necesaria descentralización de la ciudad, como escribiera Pedro de Répide, otro ilustre cronista. A los cafés y cervecerías que daban brillo a la glorieta se sumaban las atracciones de feria en el camino de Fuencarral, y el cine que luego sería arte emblemático del siglo XX deslumbraba a los clientes de las barracas y generaba encendidas disputas.

En la glorieta de Bilbao cerraron reputados cafés e históricas cervecerías para dar paso a las franquicias, las comidas rápidas y los juegos electrónicos. El Café Comercial y la taberna de Sagasta son los únicos vestigios reconocibles del pasado tras la demolición del cercano teatro Maravillas. El Maravillas se hizo efímeramente célebre en los primeros años del siglo XX con el estreno de la farsa política y satírica Los presupuestos de Villapierde, censurada por el censurado en ella, el ministro de Hacienda, don Raimundo Fernández Villaverde.

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Los restos de las últimas oleadas bohemias confluyen de madrugada en los veladores veteados del Comercial aunque ya no beban ajenjo, la venenosa absenta contra la que advierte Cansinos en su novela y que reapareció, como recuerda el editor, en una nota a pie de página "a finales de los años setenta en algunos bares de Malasaña".

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