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Pan para hoy y para mañana

Joaquín Almunia

La pregunta sobre el estado de salud de nuestro sistema de pensiones tiene dos respuestas posibles. Si nos fijamos en su situación actual y en las perspectivas inmediatas, hay razones sobradas para infundir optimismo y despejar cualquier incertidumbre. Pero si elevamos la mirada para contemplar un futuro algo más lejano, conviene prestar atención a la Unión Europea, a la OCDE y a los demógrafos que nos advierten de que no es oro todo lo que reluce.

Es cierto que las previsiones para los dos o tres próximos lustros desmienten a los agoreros que anuncian la inviabilidad del modelo de reparto en el que se basan las pensiones contributivas. Entre otras razones, porque los afiliados al sistema aumentan más de lo previsto gracias al crecimiento del empleo y a los flujos migratorios que se vienen produciendo en los últimos años, al tiempo que las entradas de nuevos pensionistas disminuyen como consecuencia del menor tamaño de las generaciones nacidas durante la Guerra Civil y los primeros años de la posguerra. Tiene razón el Gobierno cuando afirma que hasta el 2015 no hay motivos de preocupación.

¿Y a partir de esa fecha, qué? Lo políticamente correcto es asegurar que las medidas derivadas del consenso logrado en el Pacto de Toledo, y especialmente el Fondo de Reserva que se ha constituido, serán suficientes para hacer frente a los riesgos que puede deparar el futuro. Por el momento, ni la oposición ni los sindicatos están por la labor de echar un jarro de agua fría que apague, o al menos mitigue, el triunfalismo oficial. Pero los informes internacionales y los demógrafos no hablan a humo de pajas, y la tendencia al envejecimiento de la población es ineluctable. Durante las dos próximas décadas, las personas mayores de 65 años pasarán en España de 6.800.000 a 8.400.000; y en las dos siguientes ese aumento se duplicará, coincidiendo con la jubilación de las generaciones del llamado baby boom. Así que sabemos con bastante certeza que dentro de 30 años tendremos tres millones más de pensionistas; en cambio es mucho más arriesgado aventurar los nuevos empleos que se pueden crear de aquí a entonces o evaluar los ingresos con los que vamos a hacer frente a la aceleración del gasto en pensiones, en asistencia sanitaria y en servicios sociales provocado por una evolución de esa naturaleza.

No se trata de dejarse llevar por el catastrofismo. Malthus cometió un error garrafal con sus advertencias pesimistas sobre el triste destino de la humanidad como consecuencia de la evolución de la población, y hemos aprendido la lección. De hecho, el envejecimiento puede ser contrarrestado mediante la recuperación de tasas de natalidad más vigorosas, el incremento rápido de los niveles de ocupación femeninos y el mantenimiento de unos flujos migratorios netos similares a los que conocemos estos últimos años. Puede ser, pero no es seguro que eso suceda. Y si no lo logramos, nuestras pensiones serán atacadas por lo que Joaquín Leguina ha denominado alguna vez "la termita demográfica", con lo que un edificio que hoy parece tan sólido verá afectadas sus paredes maestras.

Estamos a tiempo de reaccionar. La mayoría de los miembros de la Unión Europea se han puesto manos a la obra, con estrategias como las apuntadas más arriba, pero también impulsando reformas en el propio sistema de protección social: algunos orientan un porcentaje elevado de su capacidad de ahorro a capitalizar las obligaciones futuras, o han emprendido reformas de calado en los mecanismos de cálculo de las pensiones; otros, disponen de un margen más holgado dado el mayor dinamismo de su demografía y su mayor nivel de empleo. Nosotros, por desgracia, no estamos en ninguno de esos supuestos. Siendo uno de los países más afectados por el envejecimiento a medida que nos acerquemos a las décadas centrales del siglo, se nos están acumulando las tareas pendientes. Pese a la palabrería reformista que caracteriza al Gobierno, no hace nada serio para garantizar el futuro de las pensiones.

¿Qué habría que hacer? Los sistemas de capitalización también se ven afectados por el envejecimiento, son muy caros de gestionar, su implantación obligaría a duplicar el esfuerzo de los cotizantes durante el periodo de transición, su rentabilidad no está garantizada y su equidad es muy discutible. Por eso, el cambio radical del sistema de reparto a otro de capitalización solamente lo defienden, en el plano meramente teórico, unos pocos dogmáticos. Lo más razonable es que el sistema público de pensiones siga basado en el actual modelo, introduciendo en él modificaciones como las propugnadas en el Pacto de Toledo, que continúan la línea iniciada en 1985. Por ejemplo, se está hablando ahora de extender a toda la vida laboral el cálculo de la base reguladora, o de promover el retraso en la edad de jubilación mediante fórmulas flexibles.

Pero no podemos engañarnos. Puede llegar un momento en que ese tipo de ajustes sean insuficientes, y que no sea posible garantizar pensiones suficientes aunque entre tanto logremos tasas de natalidad más elevadas, se equiparen progresivamente los niveles de ocupación de las mujeres con los de los hombres, mejore la calidad de los empleos que hoy se desarrollan en condiciones precarias y se pongan en marcha políticas migratorias adecuadas. Con los datos disponibles hoy, ese escenario es posible, aunque no es seguro.

El riesgo de no hacer nada es enorme. Y para que ese momento, si llega, no nos sorprenda sin margen para reaccionar, hay que aprovechar estos años de bonanza para aumentar el peso del ahorro obligatoriamente destinado a la previsión social. Eso sí, por vías diferentes a las que se emplean actualmente. Porque con la parte de los excedentes del sistema de Seguridad Social que compensan el déficit del Estado se está haciendo una política regresiva: las cuotas de los trabajadores financian las rebajas fiscales otorgadas a los que pueden destinar una parte de su renta a pagarse un buen plan de pensiones. A su vez, el resto del superávit se está aplicando a un Fondo de Reserva que tal como está diseñado sirve para ayudar a superar las oscilaciones propias del ciclo económico, pero no para hacer frente a los compromisos futuros del sistema.

No se han explorado, en cambio, otras políticas de ahorro alternativas, más justas que las existentes hasta ahora. Podría establecerse, por ejemplo, que un porcentaje de la cuota de cada cotizante menor de una determinada edad se destine a la constitución de su propio plan de pensiones dentro del sistema público. Así, a la pensión calculada conforme al sistema de reparto se le añadiría en su día la correspondiente al plan individual de cada titular. Un mecanismo como éste puede perfectamente financiarse con los actuales excedentes del sistema de reparto, y con él los jóvenes encontrarían una cierta compensación a la inestabilidad de sus actuales trayectorias profesionales, que además va a presionar a la baja unas bases reguladoras calculadas sobre el conjunto de la vida laboral. Con esta fórmula, los más jóvenes podrían cubrirse, al menos parcialmente, frente al riesgo de que se confirmen con el tiempo los nubarrones que les acechan en el largo plazo, cuando lleguen a la edad de su jubilación.

En todo caso, hay que evitar que el anuncio de "pan para hoy y hambre para mañana" defina a nuestro sistema de pensiones, afrontando desde ahora los problemas que le pueden aquejar en el futuro, pese a que goza en lo inmediato de un magnífico aspecto. El optimismo de hoy debe ser proyectado hacia el futuro, sobre todo pensando en los más jóvenes. La autocomplacencia, el conservadurismo o la indolencia son en este terreno, más que en ningún otro, sinónimos de insolidaridad.

Joaquín Almunia es diputado del PSOE.

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