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Columna
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Una Turquía que nos viene impuesta

Aumenta el malestar según se acerca el Consejo Europeo de Copenhague. Y ello porque Turquía presiona para que fije una fecha para el inicio de las negociaciones. La cuestión principal de si queremos una Europa que transcienda los límites geográficos y culturales ya ha quedado zanjada al aceptar a Turquía, primero en el Consejo de Europa, luego en la OTAN, después, en los años sesenta, como asociada a la Comunidad Europea y, recientemente, como candidata a la Unión. La discusión, por lo demás tan pertinente, de si Turquía es o no Europa y que ello importaría a la hora de decidir sobre su adhesión, políticamente está ya resuelta.

Con lo que Europa se desvanece en un espacio impreciso sin fronteras claras, a la vez que, al negar que su origen está en la cristiandad, renuncia a cualquier forma de identidad cultural. Cierto que ya no cabe identificar por la religión a la Europa ilustrada, pero ello no quita que el cristianismo sea el fundamento indiscutible de su unidad cultural. No cabe plantear la cuestión de la identidad sin mencionarlo; la secularización se ha producido a partir de un cristianismo dividido y diverso que está en la base de la enorme variedad de lo europeo. Y sin una identidad propia difícilmente cabe consolidar una Europa unida.

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Disuelto el Imperio otomano, la revolución laicista de Ataturk tuvo como primer objetivo europeizar a su país. Si contemplamos el largo trecho recorrido a partir de 1923, en que se proclama la república, cabe asombrarse tanto de los progresos realizados en esta dirección, como de los muchos obstáculos que todavía quedan por superar. El que Turquía aún esté muy lejos de cumplir los requisitos que se exigen a un país candidato es el clavo ardiendo al que se agarran buena parte de los Estados de la Unión, muy conscientes, por lo demás, de que se trata de algo interpretable que, en último término, depende de la presión que ejerza Estados Unidos.

La crisis de los partidos laicistas y, pese a los férreos controles que siguen ejerciendo las Fuerzas Armadas, el correspondiente ascenso del islamismo político ha llevado al poder, paradójicamente, a un partido islamista que se dice moderado y que tiene como objetivo avanzar en el proceso de integración. De confirmarse la conversión del islamismo al europeísmo, constituiría un hecho de amplísimas consecuencias que podría marcar el futuro de nuestro continente. Europa comenzó enfrentándose a un mundo islámico, entonces culturalmente más desarrollado y dinámico, y podría encontrarse a sí misma en la fusión del cristianismo y del Islam, ambos ya secularizados, recuperando así el espacio que en su día ocupó el Imperio Romano, con lo que en un futuro, todavía muy vago, se arrebataría a la Península Ibérica el carácter de punta de la cristiandad y luego de Europa.

Es significativo que la nueva derecha se acerque en este punto al oportunismo de una izquierda que recurre al laicismo para justificar lo que no queda otro remedio que aceptar. Porque el hecho contundente es que los europeos no hemos podido decidir si Turquía debiera o no integrarse en Europa -no faltan argumentos a favor, como tampoco escasean los que cabría oponer- sino que desde un principio lo ha impuesto Estados Unidos. Turquía pertenece a Europa porque así lo necesita la potencia hegemónica. Turquía es el principal aliado de Estados Unidos en la región estratégica -el Oriente Medio y el Asia Central- en la que se decide el dominio del mundo en las primeras décadas del siglo XXI. La verdadera cuestión, no es si Turquía debe o no entrar en la Unión, sino en qué campos la Europa unida ante Estados Unidos algún día podrá mantener una opinión propia.

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