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Columna
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La lección

La epopeya de los gallegos durante las últimas semanas, sumidos en el desamparo pero unidos contra los elementos (me refiero al fuel, a los traficantes y a los gobernantes; al mar y a los vientos están ya acostumbrados, los gallegos), evoca señeras películas de King Vidor y John Ford. Demuestra que, pese a que las uvas de la ira cada vez están más henchidas de desesperación y resultan más difíciles de cargar, el mundo marcha: por las personas de a pie. Por esa gente heroica cuyo trabajo nos emociona. No me hablen, este año, de la Navidad. Los gallegos son la Navidad. Triste y amarga, pero conmovedora, alentadora.

A decir verdad, sería Robert Flaherty quien mejor les miraría y filmaría, sería aquella mirada de Flaherty, que grabó para siempre la lucha por la supervivencia de los hombres de Arán, pescadores de las lejanas costas del oeste de Irlanda, la que más apropiadamente reflejaría para el futuro la lección de Galicia en estas horas. Aunque, hoy, José Luis Guerin podría hacerlo.

Con todo, de cómo está siendo recogida gráfica e informativamente su épica es de lo que menos pueden quejarse los admirados gallegos y sus compañeros voluntarios. No es la expresión de su desgracia y su combate lo que les está fallando, gracias a periodistas que se saltan los intentos de censura de las autoridades y pisan las playas y las embarcaciones para contarlo. Ni siquiera las televisiones estatales pueden evitar que a algún redactor desplazado al lugar se le cuele la realidad en el informe.

Pero la épica no basta, es la gran lección de la historia, si no conduce a un verdadero avance común hacia mejores leyes y mejores gobernantes. Eso lo sabían bien otros luchadores de raza, los hombres de la Emilia-Romagna que le ganaron la tierra al Po, y la dignidad a los terratenientes, en los albores del Novecento. Y la conclusión lógica a la epopeya actual sería: mantengamos la cabeza fría y no malgastemos la mala uva en zarandeos fugaces. A estos supermanes del déficit cero que nos han dejado en pelotas ante las catástrofes, mientras a ellos les sale el loden que llevan en el alma, hay que zarandearlos de verdad.

En las urnas. Hasta hacerles caer. Ni olvido ni perdón. Ni ahora ni nunca.

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