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Columna
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Frustración y grandeza

Rafael Argullol

Al morir en 1955 Thomas Mann dejó indicado que sus diarios debían permanecer sellados e inéditos 20 años, con lo cual alimentó enormes expectativas sobre su contenido e incluso hubo diversos ensayos en los que se hacían cábalas acerca de sus eventuales revelaciones. Cuando, transcurridas dos décadas, por fin empezaron a publicarse, se percibió en los ambientes editoriales cierta decepción, no tanto con respecto a la literatura, a menudo tan meditada como la de sus novelas, sino desde el ángulo de la confesión. Thomas Mann aparecía en sus diarios con una mayor radicalidad moral -incluso en lo referente a conductas juzgadas inmorales- pero, en general, no descubría nada que no hubiera adelantado, directa u oblicuamente, en los escritos publicados en vida.

Los únicos escritos auténticos son los no concebidos para ser publicados y ni siquiera conocidos por lectores ajenos al autor

Más que la desgarrada sinceridad que con frecuencia parece exigirse a los textos autobiográficos, los diarios de Mann confirmaban, otra vez, que no es tanto la verdad como el propio mito lo que constituye la materia prima de las diversas literaturas autobiográficas. O, dicho a la inversa, el mito de la propia verdad: desde las Confesiones de san Agustín hasta el último diario de escritor que se encuentre en una librería, la autenticidad del autor estará siempre bajo sospecha.

Supongo que los únicos escritos que deberían considerarse puramente auténticos serían aquellos que no han sido concebidos para ser publicados y ni siquiera conocidos por lectores ajenos al autor mismo. Una literatura que no fuera literatura, sino un directo vómito del alma en el que no actuaran de intermediarios ni el estilo ni el temor a la crítica ni la demanda del público ni, por supuesto, tentaciones como la del éxito o fantasmas como el de la gloria artística; una escritura que colocara abruptamente, como proclamaba Baudelaire, "el corazón al desnudo". Claro está que una literatura de este tipo, dado que su autor no pretendía su publicación, sólo llegaría a sus eventuales lectores como consecuencia del azar: porque alguien había rescatado un papel arrugado de un cubo de basura o porque un erudito se había topado con un manuscrito abandonado en el fondo de un olvidado cajón.

Pero, más allá de la pureza angelical o demoníaca -como se quiera- de esos escritos condenados por sus autores a permanecer invisibles, la intervención de la literatura siempre altera la hipotética autenticidad de lo expresado, empezando por la voluntad de estilo, continuando con la intención de dar a conocer aquello que se anota como sumamente privado y culminando, obviamente, en el deseo de lograr para ese escrito íntimo la mayor difusión posible. La polémica sobre la verdad exigible a los diarios, confesiones y memorias siempre ha acompañado a la literatura autobiográfica.

El excesivo puritanismo de juicio anula, no obstante, cualquier posibilidad creativa. Si el escritor sacrifica la literatura en el altar incontrastable y caprichoso de la autenticidad, se sacrificará asimismo como escritor, sin que por ello consiga fácilmente el estatuto de santo. Dejando de lado esta improbable santidad, es mejor que aceptemos que el artista siempre camina enmascarado y que, en definitiva, su verdadero rostro es precisamente su máscara. Así son los conmovedores textos en los que Baudelaire pone su corazón al desnudo y así es el legado póstumo del más analítico Thomas Mann.

No creo que podamos acercarnos de manera distinta, tampoco, a otro de los grandes monumentos de la literatura autobiográfica, los Diarios de Lev Tolstoi.Como Thomas Mann, Tolstoi escribió los diarios con el cuidado y la minuciosidad de lo que debe ser publicado; a diferencia de Mann, que nunca olvida que el humanista debe prevalecer sobre el misántropo, Tolstoi prefiere llevar la máscara del misántropo más que la del humanista. Thomas Mann habla obsesivamente de él como si lo hiciera a través de la época que le ha tocado vivir; Tolstoi habla de la época únicamente a través de él mismo.

Quizá sea esta circunstancia la que pueda causar un inicial desagrado en el lector, que echa en falta en los Diarios de Tolstoi una mayor generosidad para hablar de los asuntos que le son contemporáneos mientras se siente abrumado por las manías de alguien que, desde joven, se presenta ante sí mismo como un viejo gruñón. Es curioso que, con llamativa frecuencia, el personaje que circula por los diarios de Tolstoi se parece incluso demasiado al protagonista de Apuntes del subsuelo, de Dostoievski: un hombre capaz de ponerse las más variadas trampas con tal de aparecer como la víctima perjudicada ante los ojos de los demás, en especial de los más próximos.

Pero junto a la servidumbre del exagerado misántropo, cultivador de tormentos de los que luego él es el principal recolector, no puede ignorarse la grandeza con que Tosltoi afronta su permanente desconcierto ante la vida. Hace poco, con motivo de la presentación en Barcelona de los Diarios, se proyectó una vieja película en la que se veían imágenes del escritor justo un año antes de su muerte en 1910. Allí aparecía Tolstoi exactamente igual a como uno podía imaginárselo tras la lectura de los Diarios, anciano incluso cuando era joven y aun joven siendo ya anciano: imponente, enérgico, crispado, con una mirada tan penetrante como desamparada, un gigante que tiene los pies de barro y que, en su lucidez última, nunca lo ha ignorado. La máscara de la película coincidía con la máscara de los diarios.

Tolstoi, como Thomas Mann o Baudelaire, como cualquiera de los escritores que se confiesan públicamente, había tratado de construir su mito, si bien ni él mismo podía seguramente desvincularlo por completo de su verdad. Con el paso de los años Tolstoi, pese a la amargura que le dominaba, pareció reconocer que su único objetivo era llegar algún día a contemplar la vida con agradecimiento. Y es ese gesto, envuelto en una singular magia literaria, el que acaba prevaleciendo en el ánimo del lector.

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