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Columna
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F. Iribarne

Todos somos prisioneros de algo que hicimos en nuestro pasado, es cierto. Tarde o temprano, algo que perpetramos queriendo o sin querer nos pasa factura, en forma de remordimientos, y pechar con ese dolor no es lo peor que puede sucedernos. Lo novedoso de esta era, presidida y dictada por la información y su correspondiente iconografía, es que todos somos rehenes, además, de la imagen que se ha ido formando en la memoria digital colectiva, haya existido en la realidad o no, porque los píxeles con que la hemos creado proceden de datos acumulados en torno al personaje que no siempre son fidedignos. Cuando el individuo en cuestión ha vivido lo suficiente, es probable, sin embargo, que le haya dado tiempo a introducir datos falsos en nuestra memoria.

Por ello es de agradecer que Manuel Fraga Iribarne (más Iribarne que nunca, por cierto) haya regresado a las inoportunas caudilladas, borrando de un cartuchazo la digitalización interesada de su entrañable figura crepuscular. Resulta confortante que, por una vez, los hechos, pasando por encima de la información inducida, se acoplen a la memoria que tengo de Fraga, y conmigo alguna otra gente. Ese hombre, vestido para cazar perdices, alternando en los montes con señores de su ambiente y confianza, encaja muy bien con mi propio recuerdo de Fraga, una mezcla de fragmentos de la calle es mía, ráfagas de los muertos de Vitoria, todos los relicarios de su etapa como ministro del Interior, y añadan a eso ciertas evocaciones personales, que seguro que comparten muchos colegas de mi generación: retazos de cierres de publicaciones e inhabilitaciones profesionales impuestas al amparo de su Ley de Prensa.

En una cacería tenía que estar, precisamente, Manuel Fraga Iribarne. Qué escenario tan de sus viejos tiempos. Por encima del bien y del mal, esquivando el fastidioso deber de enfrentarse a sus maltratados paisanos, esperando para reaparecer el momento en que podría repartir entre ellos limosnas, como hace en las campañas electorales: un asfaltado en tal pueblo, luz en tal carretera. Señor de la derecha, para siempre, de ahora en adelante fijado en el inconsciente colectivo: vestido de verde austriaco, empuñando la escopeta nacional.

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