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Europa frente a EE UU

Aunque he visitado Inglaterra docenas de veces, nunca me he quedado allí más de una o dos semanas seguidas. Este año, por primera vez, estoy pasando casi dos meses en la Universidad de Cambridge, como invitado de un college para dar una serie de conferencias sobre humanismo.

Lo primero que hay que decir es que la vida, aquí, es mucho menos tensa y frenética que en Nueva York, en Columbia, que es mi universidad. Quizás este ritmo más relajado se debe, en parte, a que Gran Bretaña ya no es una potencia mundial, pero también a la saludable idea de que las viejas universidades son lugares de reflexión y estudio, y no centros económicos para fabricar expertos y tecnócratas que luego pasan al servicio de las empresas y el Estado. Este marco posimperial me parece de agradecer, sobre todo ahora que Estados Unidos está en plena fiebre bélica absolutamente repulsiva y abrumadora. Si uno está en Washington y tiene cierto contacto con los círculos de poder del país, el resto del mundo es una especie de mapa que invita a intervenir en cualquier lugar y en cualquier momento. En Europa, el tono del discurso no sólo es más moderado y reflexivo; además es menos abstracto, más humano, más complejo y sutil.

Desde luego, Europa, y en concreto Gran Bretaña, tienen una población musulmana mucho más numerosa y más significativa desde el punto de vista demográfico, y sus opiniones se incluyen en el debate sobre el conflicto en Oriente Próximo y la lucha contra el terrorismo. Por consiguiente, cuando se habla de la inminente guerra contra Irak, sus ideas y reservas suelen tenerse en cuenta mucho más que en Estados Unidos, donde se considera que árabes y musulmanes están "en el otro bando", sea cual sea. Y estar en el otro bando significa nada menos que apoyar a Sadam Husein y ser "antiamericano". Los árabes y musulmanes de Estados Unidos aborrecen ambas ideas, pero no importa, ser árabe y musulmán significa defender ciegamente a Sadam y Al Qaeda. (Por cierto, no conozco otro país en el que el prefijo "anti" se utilice con la nacionalidad como forma de designar al enemigo común; nadie dice antiespañol o antichino; es un término completamente estadounidense, que pretende demostrar que todos "amamos" a nuestro país. ¿Cómo se puede amar algo tan abstracto e imponderable como un país?).

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La segunda gran diferencia que he notado entre Estados Unidos y Europa es que la religión y la ideología tienen un papel mucho mayor allí que entre los europeos. Una encuesta hecha hace poco entre los estadounidenses revela que el 86% de ellos creen que Dios les ama. Se oyen muchas quejas y protestas sobre el fanatismo islámico y la violencia de los yihadistas, a los que se considera una maldición universal. Evidentemente que lo son, como tantos otros fanáticos que afirman cumplir la voluntad de Dios y librar batallas en su nombre. Pero lo más curioso de todo es el inmenso número de fanáticos cristianos en Estados Unidos, 60 millones de ciudadanos que constituyen la base en la que se apoya George Bush y representan el bloque electoral más poderoso de la historia norteamericana. Mientras que en Inglaterra la asistencia a los servicios religiosos ha sufrido un descenso espectacular, en Estados Unidos es más elevada que nunca, con unas extrañas sectas cristianas fundamentalistas que, en mi opinión, son una amenaza para el mundo y proporcionan a Bush la justificación para castigar el mal al tiempo que condena hipócritamente a pueblos enteros a la sumisión y la pobreza.

La coincidencia entre la derecha cristiana y los llamados neoconservadores es la que empuja a Estados Unidos hacia el unilateralismo, la chulería y el sentido de que tiene una misión divina. El movimiento neoconservador nació en los años setenta como una formación anticomunista cuya ideología consistía en un odio eterno al comunismo y la defensa de la supremacía norteamericana. La expresión "valores americanos", que ahora se emplea con frivolidad para intimidar al mundo, la inventaron Irving Kristoll, Norman Podhoretz, Midge Decter y otros que habían sido marxistas y se habían convertido por completo (y religiosamente) al otro bando. Para todos ellos, la defensa incondicional de Israel como bastión de la democracia y la civilización occidental, contra el islam y el comunismo, era un artículo de fe. Muchos -aunque no todos- de los grandes neoconservadores son judíos, pero con la presidencia de Bush han acogido de buen grado el respaldo añadido de la derecha cristiana, que, pese a ser furiosamente proisraelí, también es profundamente antisemita. (Sus miembros -muchos de ellos baptistas de los Estados del sur- creen que todos los judíos del mundo deben reunirse en Israel para que pueda venir de nuevo el Mesías; los judíos que se conviertan al cristianismo se salvarán y el resto caerá en la perdición eterna.)

La siguiente generación de neoconservadores, con gente como Richard Perle, Dick Cheney, Paul Wolfowitz, Condoleeza Rice y Donald Rumsfeld, es la que apoya la guerra contra Irak, una causa de la que dudo mucho que se pueda llegar a disuadir a Bush. Colin Powell es un personaje demasiado precavido, demasiado interesado por salvar su carrera, demasiado carente de principios, para ser una amenaza seria contra este grupo al que respaldan las páginas editoriales de The Washington Post y docenas de columnistas, los expertos de CNN, CBS y NBC, y los semanarios de ámbito nacional que repiten los mismos tópicos sobre la necesidad de extender la democracia norteamericana en el mundo y luchar por el bien, aunque eso suponga tener que librar batallas en todo el mundo.

En Europa no veo signos de nada semejante. Ni tampoco la mezcla letal de dinero y poder a gran escala, capaz de controlar las elecciones y la política nacional a su antojo. Recordemos que George Bush gastó más de 200 millones de dólares para salir elegido hace dos años, e incluso el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, invirtió 60 millones en su elección; no parece una democracia a la que otras naciones deban aspirar, ni mucho menos emular. Sin embargo, da la impresión de que una gran mayoría de la población estadounidense acepta esta situación sin rechistar porque la equipara a libertad y democracia, pese a sus claros inconvenientes. En Estados Unidos, más que cualquier otro país actual, el control está alejado de la mayor parte de sus ciudadanos; las grandes empresas y los grupos de presión hacen lo que quieren con la soberanía del "pueblo" y dejan poco espacio para la disidencia o el cambio político. Por ejemplo, tanto demócratas como republicanos han aprobado dar a Bush carta blanca para la guerra, con tal entusiasmo y lealtad que parece

dudoso que alguien reflexionara antes de decidir. La postura ideológica que comparten casi todos los miembros del sistema es que Estados Unidos es lo mejor, sus ideales son perfectos, tiene una historia sin tacha y tanto sus acciones como su sociedad pertenecen a los máximos niveles de grandeza y triunfo de la humanidad. Poner eso en tela de juicio es ser "antiamericano", culpable del pecado cardinal de antiamericanismo, que no nace de una crítica sincera, sino del odio a lo bueno y lo puro.

No es extraño que Estados Unidos nunca haya contado con una izquierda organizada ni un verdadero partido de oposición como todos los países europeos. El fundamento del discurso estadounidense es que se divide en blanco y negro, el bien y el mal, nosotros y ellos. Transformar esa dualidad maniquea, que parece establecida de forma permanente en una dimensión ideológica inmutable, es una tarea eterna. Así lo ven la mayoría de los europeos, que consideran que Estados Unidos fue su salvador y ahora es su protector, pero con unos abrazos que resultan molestos e incómodos. Por eso, a un extranjero como yo le resulta todavía más incomprensible la postura inequívocamente proamericana de Tony Blair. Me consuela ver que incluso sus propios conciudadanos le consideran una aberración sin gracia, un europeo que ha decidido borrar su identidad a cambio de esa otra representada por el lamentable George Bush. Todavía tengo que enterarme de cuándo entrará en razón Europa y asumirá el papel que le corresponde por tamaño e historia, el de servir de contrapeso a Estados Unidos. Mientras tanto, la guerra se aproxima de forma inexorable.

Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.

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