De la represión franquista y la verdad
Desde la victoria total del general Franco en la Guerra Civil (abril 1939) hasta después de su muerte en noviembre de 1975, fue imposible para los historiadores que vivían y trabajaban en España hablar públicamente y escribir con sinceridad sobre las ejecuciones masivas, los campos de concentración, los trabajos forzados y otras múltiples violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen de Franco. Uno podría referirse a él como un gobernante autoritario, y comparar su régimen con el de pasados dictadores militares en España y Latinoamérica, pero su historial de represiones, comparables a las de Hitler y Stalin, ha sido una cuestión indudablemente tabú.
Durante las aproximadamente dos décadas transcurridas desde su muerte, décadas de libertad política recuperada con éxito y de aceptación admirada de la monarquía democrática por parte de Europa y el mundo en general, los historiadores españoles podrían haber escrito sobre las represiones masivas llevadas a cabo bajo el régimen de Franco, pero en general prefirieron no concentrar sus esfuerzos en uno de los aspectos más desgraciados de la historia peninsular. Así, recuerdo discusiones en 1986 en las que intelectuales españoles de la izquierda democrática explicaban a visitantes veteranos de las brigadas internacionales que pensaban que era mejor no organizar grandes "celebraciones" formales del quincuagésimo aniversario de la defensa de Madrid, no fuera a ser que inspirara a los numerosos partidarios vivos del general Franco la idea de montar una gran celebración de la victoria en 1989. Además, España, en 1986 estaba siendo gobernada pacíficamente, por primera vez en su historia, por un Gobierno de la izquierda democrática libremente elegido. Como se suele decir, es mejor que hablen los hechos más que las palabras.
Pero en los últimos años, en todo el mundo, se ha producido una clara conciencia de las terribles crueldades del siglo veinte, de los crímenes masivos cometidos por los gobiernos en todos los continentes de nuestro planeta, en nombre de la raza, la nacionalidad, la religión o la ideología secular. Ha habido numerosas exposiciones en museos, con gran éxito de público, sobre el holocausto de los judíos europeos llevado a cabo por la Alemania nazi y sus colaboradores; sobre los gulag de Lenin y Stalin en los que millones de campesinos, opositores políticos e intelectuales disidentes rusos murieron; sobre los linchamientos, y la implicación de muchas corporaciones estadounidenses en la historia de la esclavitud americana; sobre el desastroso "Gran Salto Adelante" de Mao Zedong, y los demenciales asesinatos masivos de Pol Pot.
En España tampoco existe ya el tabú sobre los horrores de la época de Franco. Por mencionar sólo unas cuantas de entre las últimas publicaciones académicas: Julián Casanova, en La Iglesia de Franco, documenta la plena implicación de la Iglesia en decenas de miles de condenas a muerte durante la Guerra Civil y poco después de terminada ésta. Francisco Moreno Gómez, en La resistencia armada contra Franco, relata la obstinada resistencia guerrillera en la mitad sur de España durante casi una década después de la Guerra Civil. Y más recientemente, Ricard Vinyes, en Irredentas, cuenta la historia de miles de prisioneras republicanas y sus hijos durante y después de la guerra. Se han organizado en museos, con un público probablemente mucho más amplio que el de los libros, exposiciones sobre los sufrimientos de cientos de miles de soldados republicanos derrotados y sus familias, y la televisión catalana recientemente mostró un documental sobre el rapto de hijos de prisioneros republicanos que involuntariamente tuvieron padres adoptivos a ciencia cierta franquistas, algo que, como sabemos desde hace tiempo, ha ocurrido en la Argentina del general Videla, pero cuya existencia en España sólo se ha conocido recientemente.
Lo antedicho son los antecedentes básicos que hay que conocer para el comentario que me ocupa acerca de la declaración emitida en Barcelona el pasado 23 de octubre en la clausura del "Congreso sobre los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la Guerra Civil y el franquismo". La declaración apunta a los grandes avances que se han realizado en el conocimiento "de las atrocidades cometidas durante la dictadura del general Franco", pero protesta contra "la pervivencia de símbolos de la dictadura" en edificios públicos y monumentos, así como en nombres de calles. En particular, protesta contra la existencia y la financiación parcialmente pública de la Fundación Francisco Franco, cuyo objetivo reconocido es legitimar la insurrección del 18 de julio y mantener en posesión privada documentos que deberían estar alojados en archivos públicos abiertos a todos los historiadores.
Personalmente no conozco la situación legal de la Fundación Francisco Franco, pero sé por muchos años de experiencia que gran cantidad de documentos oficiales que en los países anglosajones se consideran propiedad publica, y por tanto accesibles a los estudiosos, con frecuencia son retenidos por familias u organizaciones políticas en España. Ni que decir tiene que creo que todos los documentos generados en la función pública deberían ser puestos, después de un intervalo acordado de varias décadas, a libre disposición de todos los auténticos investigadores de historia. El aspecto que más me preocupa de lo que refiero en este artículo son las implicaciones de dos afirmaciones efectuadas en la declaración: "1) Que sea tipificada como delito la apología de la dictadura franquista; 2) la retirada inmediata, tanto de la vía pública como de las diferentes instituciones, de todos los nombres y símbolos de la dictadura".
En este punto debo insistir sobre la complejidad de la historia, y en que en materia de represiones y atrocidad existen diferentes matices del negro, por así decirlo. Hitler asesinó a seis millones de judíos sin alegar ninguna razón salvo que eran judíos. Y sus ejércitos asesinaron Dios sabe a cuántos polacos, ucranianos y bielorrusos simplemente porque quería sus tierras para futuros granjeros alemanes. Lenin asesinó a miles, y Stalin asesinó a millones, simplemente porque podrían estar albergando sentimientos antisoviéticos, según alegaron sus celosos interrogadores, quienes temían por sus propias vidas. Masacres dementes como ésas, en un sentido cualitativo, ocurrieron en España entre 1936 y 1944, con la ayuda de fanáticos religiosos, falangistas y carlistas. Pero cuando fue evidente para Franco que los aliados derrotarían a Hitler, redujo las ejecuciones en gran medida, y en la segunda mitad de su largo reinado, desde finales de la
década de 1950 hasta su muerte, fue todo lo represor que tenía que ser para mantener su poder personal, pero ya no mataba a la gente por sus pensamientos privados o su identidad étnica o religiosa.
Tampoco debe olvidarse, u ocultarse, que en los primeros meses de la Guerra Civil miles de sacerdotes, propietarios y patronos fueron asesinados en la zona republicana, y que en 1937 y 1938 las técnicas de purga de Stalin se extendieron a territorio republicano con la connivencia parcial de los comunistas españoles. Cualquiera preocupado por los derechos humanos y la conducta humana comprenderá sin duda que en tales circunstancias una gran minoría del pueblo español apoyara a una junta militar que prometió, entre otras cosas, poner fin a los paseos y las sangrientas purgas estalinistas.
Siempre hay, en última instancia, un alto precio que debe pagarse por negar la verdad. Después de 60 años en que la gente sentía miedo a hablar de los sufrimientos de sus padres y abuelos, estamos siendo testigos de una reacción muy comprensible y perfectamente legítima en contra del silencio impuesto durante la dictadura y de las versiones teñidas de rosa de la transición en las décadas siguientes a la muerte de Franco. Pero sería completamente contraproducente continuar con los errores del clero, las clases medias y los funcionarios franquistas, con la exigencia de convertir en delito el hablar sobre la razón de que muchos españoles apoyaran a Franco. Y sería sencillamente una especie de venganza inversa no permitir que los gobiernos locales decidieran si el nombre de Franco debería aparecer en los nombres de las calles. Nunca he estado tan convencido como ahora de que debemos hablar, escribir y enseñar la verdad, en toda su gris complejidad. Las mentiras engendran mentiras, las exageraciones engendran exageraciones, y la ley de las consecuencias involuntarias dicta que se crearán nuevos resentimientos, errores y animosidades si no somos capaces de concentrarnos en la verdad, no manipulada por los motivos políticos del momento, por comprensibles y legítimos que éstos sean.
Gabriel Jackson es historiador; autor, entre otros libros, de La República española y la guerra civil.
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