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Ciencia y patrias

Se dice que el dinero no tiene patria, verdad a medias. En cuanto a la patria de la Ciencia todavía hay quienes suponen que es la Humanidad y/o la Verdad. No es tal la imagen más propagada en nuestros días. Como concepto abstracto la Ciencia todavía es pura, virgen e incluso mártir. Es, además, la religión de nuestro tiempo. Otra cosa son sus sacerdotes, que los hay de todas las pintas. Para unos científicos la patria es su tierra, para otros, el dinero, unos terceros (los menos) se irían allí donde fueran tan populares como los de OT; y aún subsisten héroes de la Ciencia, los del amor sin mácula a lo humano o a lo verdadero. Son los sucesores de aquellos presocráticos que, según aprendimos en la Historia de la medicina de Laín Entralgo, dejaron atrás la magia y se entregaron a la tekhne o arte de curar. Los Alcmeón de Crotona, fundador universal de la patología científica; y los pensadores que permitieron la definitiva tecnificación y racionalización de la medicina griega.

Tengo la costumbre de guardar recortes de prensa; muy mala en mi caso, pues soy fanático involuntario del desorden. Me topo en una carpeta con unas declaraciones de Rita Levi Montalcini, neuróloga italiana premiada con el Nobel. La señora Montalcini le dijo a Lola Galán (para El País), que "la ciencia busca la verdad, que es un fin moral". Uno piensa que ni la busca ni el hallazgo (o el fracaso) son en sí mismos fines morales. Ni inmorales. Son. La ética o su carencia la pone el sujeto. Y afirmar, como Montalcini (y antes que ella Denis De Rougemont, entre otros) que la bomba atómica no ha vuelto a usarse, es una falacia. Ni su utilización está descartada ni su mera existencia es inofensiva. ¿Acaso no sería distinto y mejor el mundo sin la bomba y demás agentes de destrucción masiva? Digamos pues que la bomba es un producto secundario del arduo camino hacia la verdad. Pero, ¿fue un by-product necesario? Y si lo fue, ¿cuándo y dónde y cómo? Recientemente, la ciencia biológica ha descartado con rotundidad la existencia de razas humanas; pero cuando hace unas décadas ciertos científicos declararon la inferioridad genética de los negros, el gobierno norteamericano se apresuró a tapar el asunto. Hay verdades (ésta ni siquiera lo era) que conducen al infierno; y aún diría yo que el ser humano soporta la vida, y algunos hasta son felices, gracias a un puñado de mentiras tan añejas como la civilización.

Según la señora Montalcini, "el científico debería tener más poder en la gestión de la sociedad". A mí no me cabe la menor duda de que esta laureada neuróloga habla de buena fe. Por desgracia, la mayor parte de los científicos de hoy está compuesta de individuos que no se distinguen del común de las gentes. Empezaba a ocurrir en los tiempos de Einstein y el mismo Einstein, se ha dicho, es buena prueba de ello. Sería estúpida arrogancia de mi parte afirmar que, descubierta la ley de la relatividad, Einstein tomó un camino erróneo que dio poco de sí; eso lo han dicho científicos del mismo ramo. Fuera de su campo, no obstante, el descubridor de la ley de la relatividad no iba más allá del hombre medio. Habló de Dios, del Estado, de la paz y del sentido de la vida y, como escribiera con razón Ellul, no pudo hacerlo de manera más banal. "Un rosario de mediocridades". "Es obvio que Einstein, con todo su extraordinario genio matemático, no era un Pascal; no sabía nada de la realidad política o humana, en verdad, ignoraba todo lo que cayera fuera de su campo". El mismo Einstein, pacifista declarado, reconoció que fue él quien "apretó el botón" de la bomba atómica cuando le envió su célebre e increíblemente torpe misiva al presidente Roosevelt en 1939.

Con el advenimiento de la religión de la ciencia, gran parte de sus sacerdotes se hicieron patriotas de su nación y de la ideología imperante en su nación. En el periodo de entreguerras, el mundo científico alemán se convirtió al nacionalismo radical y al mito de la raza aria. El resultado fue la búsqueda de la verdad... nazi. Es una ingenuidad creer en la imparcialidad de la ciencia. Fue mayormente objetiva, pura y desinteresada hasta el siglo XVIII, gracias, entre otras cosas, a que su traslación tecnológica había sido escasa. Todavía en 1794, el tribunal que juzgó y sentenció a muerte a Lavoisier, negó el perdón aduciendo que "la República no necesita sabios". Entre los científicos europeos había poca o ninguna rivalidad patriótica y nacionalista, pero sí interacción y estímulo humanos.

Avanzado el siglo XX, la ciencia alcanzó un estadio social que más de un sociólogo ha calificado de institucionalización. En Occidente y países afines, ha desaparecido el Estado teológico, e incluso el militar y el económico se mueven bajo el impulso científico-tecnológico. La ciencia es hoy omnipotente, su presencia es visible por doquier y en el seno de las naciones más avanzadas ejerce una dictadura invisible. Institución de instituciones, se le rinde el Estado, se le rinde la familia, se le va rindiendo la Iglesia y nutre el sistema económico, del que es, a la vez, sierva y dueña aunque, implacablemente, cada vez más lo segundo que lo primero.

Todavía existen científicos como los de los siglos heroicos, hombres movidos por la sed de conocimiento, por el impulso irresistible de descifrar la naturaleza y el cosmos; científicos herederos de los filósofos y de aquellos médicos filósofos y filósofos médicos, con todo su noble fervor por conocer para curar. Pero quedan ensombrecidos por quienes ofrecen al mundo mensajes sobre el complemento del genoma humano cuando todavía falta el rabo por desollar; los que prometen la inmortalidad a corto plazo, los que lanzan medicamentos sin un buen conocimiento de sus efectos secundarios (a veces letales), los que pretenden aprovecharse de descubrimientos ajenos, los de los trabajos fraudulentos que cuelan en las publicaciones especializadas de mayor prestigio, pues ni siquiera la biblia de las mismas, The Lancet, está libre de toda sospecha. Detrás de todo ello, prestigio, ascensos, influencia, en definitiva, dinero. Cuando no un reconocimiento oficial televisivo. Manchar la imagen de la ciencia -sobre todo de la ciencia médica- es dejarnos un poco más solos, más escépticos, más desvalidos. Dios no aparece y el dios mercado contamina hasta la misma ciencia que lo convierte en patria.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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