Evasión o victoria
El primer Barça-Madrid de la temporada llega en un momento de crisis. Es un estado de ánimo compartido por ambas instituciones y al que contribuyen varios factores. En primer lugar, la mutación que ha sufrido su patrimonio sentimental, transformado en voraz filón comercial. Las urgencias históricas son ahora económicas, y los credos directivos evolucionan a una velocidad que supera el tempo del aficionado, que busca en el fútbol un certeza emocional que se está desintegrando. La recurrida coartada del espectáculo, que justifica todos los despilfarros, no siempre se ha visto compensada por la realidad, y, en estos momentos, dudo que las bases madridistas y barcelonistas se sientan más representadas por Zidane o Kluivert que por Raúl o Puyol. Culés y merengues descubren que sus clubes son un escaparate para al mercado asiático y que se les pide que compartan un cariño que antes era exclusivo y que acepten que el protagonismo del club dependa más de un director general que de un delantero centro.
La fidelidad está siendo pervertida por un proceso que pone de manifiesto una contradicción tan cruel como que, para permanecer en la élite, tengamos que renunciar a algunas de las señas de identidad que nos hicieron grandes. Al mismo tiempo, los aficionados intuyen que no se puede perpetuar el modelo del siglo XX y que conviene abrirse a una nueva manera de sentir los colores, que pasa por cambios de horario, el pay per view o la aceptación de un transfuguismo que escacharra la brújula para siempre. En este contexto, los resultados adquieren una relevancia excesiva, enfermiza, que malea las leyes naturales del deporte y del espectáculo. Si antes las derrotas eran deshonrosas, ahora pueden representar la ruina o la pérdida de potenciales contratos. Estas circunstancias son, además, públicas, con lo cual el aficionado debe ampliar sus conocimientos a ámbitos tan resbaladizos como la financiación y explotación de un escudo con alma de símbolo y cuerpo de logotipo.
Hoy, para ser hincha hay que tener estudios de economía, comunicación, publicidad y preparación física. Convertido en multidisciplinar, la vocación de aficionado se dispersa y sufre un bombardeo de estímulos que le hacen olvidar lo esencial: qué ocurre en el césped. Allí, las cosas tampoco funcionan demasiado. En el Barça, el remake protagonizado por Van Gaal confirma lo sabido: que su coherencia es una excusa para esconder un desconcierto que se ampara en una retórica seudo-científica para justificar una ideología obsoleta con el único gran acierto de promocionar a jóvenes de la cantera.
Para el sábado, sin embargo, nos queda la esperanza de Riquelme, que, precisamente por ser la opción menos vangaaliana de la plantilla, podría liberarnos por fin del yugo de la libreta frente a un rival idóneo para expiar nuestros muchos pecados y empezar a redimirnos ganando al Madrid galáctico en el año de su centenario. Una oportunidad así sólo se presenta cada cien años. No la desaprovechemos.
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