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El largo adiós

José María Ridao

Poco margen existe ya para la duda acerca de uno de los rasgos más característicos de la gestión política de Aznar, ahora que se empieza a entrever su despedida: la rancia y profunda raíz nacionalista que ha inspirado su acción de Gobierno y, en general, su paso por la vida pública española. Pese a la benevolencia con la que la opinión pública ha acogido durante estos años sus diatribas juveniles contra la Constitución -en la que entonces adivinaba los mismos riesgos para la desarticulación territorial del país que hoy, convencido de ser el único garante del texto que antes denigró, cree advertir en la posición de sus adversarios políticos-, Aznar no ha rectificado una pulgada la estrecha visión de España y de los españoles que adoptó en sus años de formación. Sencillamente, la ha disfrazado, o mejor, ha tratado de disfrazarla recurriendo a expedientes como el de identificar sus propias opciones políticas con imperativos morales -según sucedió en su día con la regeneración democrática o, ahora, con la política hacia el problema vasco-, o exhibiendo su disposición a repartir prebendas inmediatas entre políticos o intelectuales que deserten del error y, en definitiva, del campo enemigo.

Quizá el esperpéntico episodio del reciente homenaje a la bandera haya servido a muchos ciudadanos para reconocer, por fin, los sempiternos fantasmas escondidos tras las proclamas de "liberalismo", de "centro reformista" o de auténtica voluntad modernizadora frente al "progresismo trasnochado" con las que Aznar y sus propagandistas han pretendido aturdir el sentido crítico en España. La extemporánea marcialidad del ministro de Defensa dando órdenes a un corneta castrense que apenas se hacía oír entre la barahúnda indiferente del tráfico de Madrid; la cándida ingenuidad del alcalde Manzano explicando el origen de la idea del homenaje -puesto que la bandera debe pasar por la tintorería el primer miércoles de cada mes, qué mejor que cumplir el trámite con la mayor prosopopeya- y, en general, todo el clima de ensoñación quijotesca que envolvió el espectáculo podría inducir a la consideración de que, de acuerdo, el nacionalismo de Aznar existe, pero es tan inofensivo como la estampa bufa de caballero andante y escudero escenificada en la plaza de Colón.

Nada más lejos de la realidad.

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Desde su irrupción en la política estatal a principios de los noventa, el actual presidente del Gobierno ha ido ajustando su gestión a unas pautas en las que, bajo una superficial retórica de frescura y aires nuevos, es fácil advertir el comportamiento y las obsesiones del pensamiento reaccionario español, con todas sus connotaciones nacionalistas. En este sentido, y a más de una década desde la fecha de su generalización y apogeo, quizá haya llegado el momento de ajustar cuentas con la actitud ideológica que se ocultaba tras el término infamante de "felipista", cuya sombra se proyectó durante años sobre las cabezas de quienes sentían alguna afinidad con el antiguo líder de la izquierda y, sobre todo, de quienes discrepaban desde cualquier posición de los análisis y las consecuentes terapias políticas de un Aznar emergente. Ajustar cuentas no en el sentido de revisar los juicios acerca de los logros y los fracasos, incluso de las zonas de sombra, de un presidente llamado Felipe González -algo que, en principio, le incumbiría primero a él, luego a su propio partido y, en último extremo, a los historiadores-, sino en el de subrayar el estrecho parentesco de esa expresión con otras como las de "converso", "rojo" o "afrancesado". En ellas cristalizaría durante épocas pasadas la misma exigencia que, durante la nuestra, ha llevado implícita la amenaza de ser tachado de "felipista": la de que no se pueda ser español cabal, y a veces ni siquiera español, más que a la exclusiva manera de quienes ejercen el poder.

Por fortuna, el empleo del término "felipista" parece estar hoy en declive; sin embargo, la actitud ideológica desde la que se acuñó se ha mantenido intacta. Basta así que se aproxime la fecha de una cita electoral, y más si los sondeos sugieren que el partido del Gobierno no tiene consolidada su hegemonía, para que, en lugar de encarnar la regeneración, los dirigentes conservadores se presenten de pronto como los únicos garantes de la unidad de España. Una vez más, los populares se esfuerzan en convertir la discrepancia en anatema, de modo que los ciudadanos crean que fuera de la concepción de Aznar, de su simple voluntad de mantener al país en manos de los suyos, no existe otro espacio político que el de un nacionalismo periférico en turbia relación con los cómplices de los terroristas y, en último extremo, con los terroristas mismos. Quienes antes vieron cernirse sobre de ellos la acusación de "felipistas" deberán enfrentarse ahora, si disienten, a la de tibios o cobardes, y ello en espera de que algún ingenio castizo encuentre una denominación más punzante y original, capaz de figurar sin desdoro en el lugar al que pertenecen tantas gracietas de apariencia intrascendente empleadas durante estos años: el de la ya larga saga de insultos para designar a la anti-España.

Si las pautas de la gestión de Aznar se hubieran detenido en este punto, esto es, si su acción política no hubiera ido más allá del intento de arrojar a las tinieblas exteriores a cualquiera que ponga objeción a sus decisiones, tal vez estaríamos ante algo que la democracia española no había tenido hasta su llegada al poder y de lo que hoy anda sobrada: un dirigente sectario. Pero lo que tiñe su acción de esa variante del sectarismo que es el ardor nacionalista, tan arrebatado como el de sus más conspicuos enemigos, es el hecho de que, además, haya puesto un particular empeño en alentar desde las instancias de Gobierno medidas de más alcance que el simple desprestigio del disidente. En particular, las definiciones y redefiniciones de España y su pasado, hechas a la medida de las necesidades actuales. De la "historia normal" auspiciada por historiadores de los que se puede disentir, pero no poner en duda ni su honestidad ni su rigor, se ha pasado en poco tiempo a una "historia sin complejos", que no es en el fondo más que una repetición del viejo relato con el que, según Azaña, se educaba a los españoles contra sí mismos. Vuelven a aparecer así trabajos que, según se hace constar en sus títulos, dan cuenta de España en el periodo que media, como si tal cosa, entre los habitantes de Altamira y Juan Carlos I, o entre Atapuerca y la adopción del euro. Además, se anima a la canonización de Isabel la Católica, una de las más insignes representantes de la "santa intransigencia", o se presenta a Felipe II como un humanista que amaba tiernamente a sus hijas, aunque sembrara la Europa de su tiempo de muerte y destrucción.

Esta recuperación de los mitos de la historiografía nacionalista, llevada a cabo con el estímulo y el beneplácito del poder, ha corrido pareja a otra de las prácticas habituales del pensamiento reaccionario español, como es la de apropiarse del nombre de ilustres disidentes mediante el simple recurso de forzar y malinterpre-

tar su obra. Azaña, por supuesto, constituye el ejemplo paradigmático. Los cuadernos de su diario íntimo robados en Ginebra durante la Guerra Civil aparecen en manos del primer Gobierno del Partido Popular, entregados por uno de los miembros de la familia Franco, que siempre negó tener en su poder esos documentos. Sobreseída esta mentira bajo la que se amparó la infamia que aún pesa sobre la figura del presidente de la Segunda República, resulta que el expolio de sus ideas y de su trayectoria ejemplar no ha terminado: Aznar asegura que Azaña constituye una de sus fuentes de inspiración, uno de sus referentes políticos. ¿Azaña? ¿Pero qué paralelismo se puede encontrar entre quien, con un pie en el exilio, se dirigió "a los que estáis al otro lado de la trinchera", recordándoles que "también soy vuestro presidente", y quien no recibe al jefe de la oposición, ni a los representantes autonómicos, ni a los líderes de los demás partidos, a algunos de los cuales llama nazis, algo que Azaña no hizo pese a que en su caso sí había admiradores confesos del ideario hitleriano entre los oficiales que se levantaron contra la República? Y junto a la apropiación del nombre de Azaña, se asiste en estos días a la de Luis Cernuda, algunos de cuyos versos exaltando la fidelidad a la propia condición -en su caso, la de exiliado y homosexual-, Aznar los emplea hoy para homenajear a la España castiza que él propugna, y de la que el poeta abominaba. ¿O los emplea quizá para autoexaltarse, ahora que se le empiezan a pedir cuentas de su gestión?

La rancia y profunda raíz nacionalista desde la que se empezó a gobernar España en 1996 ha tenido, por último, un indiscutible reflejo en la posición exterior de nuestro país. Junto al enrocamiento en un europeísmo mezquino, incapaz de contemplar el futuro de la Unión en términos que no sean los de las pérdidas y ganancias inmediatas, la diplomacia bilateral de Aznar no ha tenido otra fuente de inspiración que el espíritu de campanario. Así, ante dramas como los que padecen los territorios palestinos ocupados o la república de Chechenia, Aznar ha sido incapaz de comprender que una de las principales razones por las que la causa de la democracia española es superior a la de los asesinos etarras reside, precisamente, en que no actúa frente al terror como lo hacen Ariel Sharon o Vladímir Putin, con quienes el presidente del Gobierno español se siente, sin embargo, solidario. De igual manera, la cortedad de miras de su horizonte internacional no le permite comprender que su inmediato alineamiento con Bush contra Irak, gratuito por lo extemporáneo, tiene efectos más allá de la relación con Estados Unidos. En concreto, sobre otros socios europeos y sobre los países árabes y musulmanes; unos países que, por lo demás, han pasado de confiar en España como anfitriona de la Conferencia de Madrid o de la de Cooperación y Seguridad en el Mediterráneo, celebrada en Barcelona, a considerarla en la vanguardia del belicismo contemporáneo, con el episodio de Perejil en un extremo y las amenazas contra Bagdad en el otro.

En el largo adiós de José María Aznar que ha comenzado, y entre cuyos actos se acaba de incluir el lanzamiento de una fundación para "pensar España" desde los mismos presupuestos nacionalistas bajo los que lleva varios años gobernada, no faltarán las voces que alaben algo así como la formidable dimensión de su figura histórica. La realidad es exactamente la contraria: Aznar no pasa de ser uno de los varios figurantes en el drama que la fatalidad parece haber reservado a nuestra época, poniendo el destino del mundo en manos de gobernantes cuya ambición excede con mucho sus capacidades y competencia.

José María Ridao es diplomático.

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