Nos toca otra vez la china
No es por nada, pero en todo este negocio golfista de corrimiento de aguas, elemento indispensable para que fragüe el cemento, falta el narrador capaz de contarlo a la manera de Chinatown
El tapadillo
Varios ministros de postín se destrozan a conciencia -unos mediante alzado de cejas, otros echando mano de la dudosa indeterminación gallega, y el que nos toca más de cerca pertrechado todavía de su animoso equipo mediático, el que habrá de llevarlo de victoria en victoria hasta la derrota final- ignorando que el aznaritísimo de todas las moncloas tiene bien atado el saquillo sucesorio. Ana Botella de Botella como marcadora de área de Ruiz Gallardón, Isabelita Preysler de Boyer en Asuntos Sociales Madrileños y su estupendo consorte como candidato cooptado a la presidencia del gobierno. Todo esto va a la ruina, como es natural, pero si Miguel Boyer perdió la cabeza socialista en cuanto rozó a la china, nada autoriza a desdeñar que estamos en vísperas de acontecimientos todavía más definitivos y acaso más estimulantes. Si las consortes se conformaran con cualquier concejalía, por tal de soltar prenda, ¿qué tal Sara Montiel en Exteriores y Rita como segunda, de lo que sea?
Orgullo de raza
No se sabe con qué trasnochadas intenciones noventayochistas el Gobierno y sus ideólogos se llenan la boca con la apelación al orgullo de ser españoles -un país en venta, por otra parte-, como si la españolidad de los españoles pudiera ponerse en duda para quienes no comparten el resto de actuaciones de los que aspiran al usufructo de la pertenencia identitaria. Y peor lo ponen cuando adjetivan por la vía del énfasis, porque entonces salen a la luz todos los complejos que esta gente alardea de haber relegado a los desvanes de la historia. Apropiarse de una circunstancia de esa clase supone, de paso, atribuirse la gracia de regalar a los otros con tan espléndido don, bien entendido que se trata -además de una estupidez- de un obsequio generoso. Serenamente españoles, ha dicho el cabo furriel del más peligroso de los Bush. ¿No basta esa tontería para encolerizarse?
Por una tele más boba
En El sirviente, la película de Joseph Losey con guión de Pinter, hay una escena estupenda donde la pareja protagonista, de la clase alta londinense, disfruta de una cena íntima en la que se permiten comer con la grosería que se atribuye a campesinos de escasa educación. Me acordé ya entonces de Kafka y su Carta al padre, donde el hijo le reprocha establecer normas que el amo de la casa será el primero en incumplir. Esas fantasías de tirano se resuelven ahora en los índices de audiencia televisiva. El espectador quizás no repara en que los urdidores de los programas que le ponen jamás perderían el tiempo mirando esa basura porque prefieren forrarse a su costa desde sus piscinas exclusivas. Cosa distinta es que La Trinca fuera tan hortera haciendo canciones como lo es ahora desde su productora televisera. Pero no. Es exactamente la misma cosa.
Horas baldías
En los pasillos de los ambulatorios y en los pasillos habilitados como salas de espera de los hospitales públicos se amontonan cada mañana sin amotinarse unos cuantos miles de pacientes deseosos de saber lo que el médico de cabecera o el más remoto especialista tienen que decir sobre lo suyo. Supongamos -por echarle cara- que no existen las listas de espera, gracias a la seráfica gestión de un tal Castellano, aunque más de uno haya palmado antes de ser visto por el facultativo al que paga el salario. Pero hay esperas sin lista, según las cuales el tiempo social no tiene ningún valor para la sanidad pública y el usuario puede permanecer toda la mañana en cualquier pasillo a la espera de que se atienda una consulta que, salvo casos de extrema gravedad, apenas durará unos minutos. Aunque bastante hacen los médicos en un sistema público que juega con la salud como si se tratara de una frustrada visita a Terra Mítica.
Historia de la insolencia
Hubo alguna vez una insolencia no lucrativa, sobre todo en el fastuoso periodo europeo de la cultura de entreguerras, una insolencia ética y resistente, ajena a la simulación y a la codicia, deudora de una mirada artesana del mundo que todavía confiaba en el prodigio de la obra bien hecha. Más que esfumarse, aquella granizada de entusiasmo se transmuta en desahogo de mercachifle, en una ordalía de simulacros donde la creatividad ya sólo es contable y maquilla cualquier cuenta de resultados. Ahora que los tiburones empiezan a dar las fauces en L'Oceanogràfic, bueno sería conocer sus nombres. Convendría marcarlos como a reses. Ese que da la vuelta es Zaplana, el que viene por la esquina es Camps, el gruñón se parece a Olivas, el del palito golfista es Fabra, y etcétera. Un auténtico y cautivo bestiario acuático.
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