Oposición y alternativa
Cuando a cada tanto se escuchan resonantes disparates acerca de la posición del Rey y las Cortes Generales en una democracia a la que nuestra Constitución califica como monarquía parlamentaria, cuesta trabajo recordar que ésa, la parlamentaria, es precisamente nuestra forma de gobierno. Tan intensamente ha sido desplazado el Parlamento del centro del sistema político en beneficio del Gobierno y de su presidente, que cuesta recuperar la idea de que son éstos quienes deben responder ante aquél, y no al revés. La presidencia de Aznar se ha caracterizado por colonizar todos los centros de poder: su entourage ha usurpado parcelas a las administraciones públicas, incluso mediante la utilización del Gabinete y la presidencia como trampolín para ocupar altos cargos extramuros de Moncloa. La cultura política alimentada por esas prácticas lo tiene difícil para frenar la deriva hacia el cesarismo y el desprecio al Parlamento: no es extraño que la responsabilidad parlamentaria -la obligación de los ministros de responder por el acierto y resultados de su gestión- asemeje un rito teatral, que las preguntas al Gobierno sean bochornosamente consumidas por el incienso del grupo de la mayoría, que acudir a los "trámites" parlamentarios les parezca casi una molestia y que se vulnere el derecho parlamentario sin temor al reproche político ni a la opinión pública.
El empeño del Gobierno del PP es que nadie opine, salvo él. Menos preocupado por la ciudadanía que por desprestigiar a la oposición, ha jibarizado los debates para contraponer lo blanco y lo negro, sin matices: España contra la anti-España. Con tales mimbres la dificultad no es ya sólo hacer oposición, sino hacerla en y desde el Parlamento.
Pero esa ha sido una tarea crucial del PSOE en esta legislatura. Por increíble que parezca, en semejantes condiciones el PSOE está ejercitando, aquí y ahora, oposición: la oposición trabaja, y tiene en el Parlamento su lugar de referencia. Acaso por primera vez en la democracia española. Desde 1977 a 1979 los ritmos políticos vinieron marcados por el consenso constituyente. De 1979 a 1982, por la descomposición de UCD y la emergencia socialista, en cuya memoria resaltan más los acontecimientos extraparlamentarios en torno al 23-F que la construcción de una alternativa en un Parlamento normalizado. Tras la victoria socialista, desde 1982 hasta 1996, asistimos a la progresiva asunción de la impotencia parlamentaria de la derecha y su recurso a todo tipo de expedientes desestabilizadores para allanar su camino hacia el poder: judicialización masiva de los conflictos políticos; crispación y búsqueda deliberada de la destrucción del adversario. No era bastante sustituir al partido en el Gobierno, sino que había que aniquilarlo. Así, la legislatura 1996-2000 no destacó tanto por el juego de minorías / mayorías cuanto por la oposición a la oposición: acoso constante a toda forma de discrepancia desde el aparataje político-mediático del PP, ya en el poder.
Sólo a partir del 2000 se asientan las bases para que la oposición pueda desplegarse a través de la acción parlamentaria. Primero, mediante la identificación de materias de Estado, desafíos de interés general, que el PSOE sitúa fuera del debate partidario porque requieren acuerdos globales. Segundo, construyendo una alternativa de cambio y modernización para el futuro, apostando por el control como exigencia de responsabilidad (accountability). Pese a la dificultad de la empresa, se intenta hacer del Parlamento una institución activa; dignificando la política, elevando el listón de la cultura cívica y la estatura moral de nuestra democracia, reclamando atención sobre cuestiones que cuentan para la gente: gasto social, seguridad en la vida y en el trabajo frente a las incertidumbres y las injusticias, servicios públicos de calidad para una ciudadanía exigente.
Y no es fácil. A nadie se le escapa la distorsión contaminante de ETA, ni la obsesión del Gobierno por crispar y simplificar -conmigo / contra mí, patriotas contra antipatriotas-, saturándonos con su propaganda. "En" y "desde" el Parlamento es imperioso un compromiso firme con la calidad democrática. Los objetivos son claros: trabajar -no soñar- por la igualdad de oportunidades en la competición política. Aligerar los costes de financiación de los partidos y las campañas. Fortalecer el control parlamentario y asegurar el cumplimiento de las reglas de transparencia en las cuentas. Acabar con la manipulación goebbelsiana de la Radiotelevisión pública. Respetar la discrepancia. Hablar en serio, en fin, de una democracia plural y una ciudadanía plena, que, nadie se llame a engaño, sólo serán posibles con una mayoría de cambio de cuya mano viajar desde esta oposición al Gobierno.
Juan Fernando López Aguilar es secretario Federal de Libertades Públicas y Diputado socialista por Las Palmas.
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