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Columna
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El Palau de rebajas

Poco después de que, en Villena, José María Aznar proclamara que el trasvase Júcar-Vinalopó era irreversible, llegaron las lluvias y Joan Ribó. Las lluvias como aviso de la fertilidad del poder; Joan Ribó como conciencia crítica: la irreversibilidad es pecado de soberbia. Pero nadie está en disposición de negarle a Aznar su teresiana inclinación por las fundaciones; ni el hecho de que le lleve una cabeza a Bravo Murillo, aquel primer ministro isabelino, que, con tanta fanfarria histórica, no pasó de llenar, con el Lozoya, los botijos de Madrid. Aznar quiere más. Aznar quiere hacer del PHN una filosofía, una retórica y una cosecha electoral. Y esa cosecha tiene su apóstol en Font de Mora. Pero las aguas no bajan con el rumor lírico de un arroyo, sino con el estampido de las batallas.

En otra batalla anda José Luis Olivas: la batalla de la igualdad, de la dignidad y de la cantidad. José Luis Olivas reclama su sillón en el club de los ex presidentes; sus privilegios y su paga en el Consell Jurídic Consultiu, cualquiera que sea su tiempo en el cargo. Y lleva sus razones. Porque si tan ladrón es quien roba una gallina que quien se birla una banca o una empresa estatal, ¿por qué no va a ser tan presidente el que ocupa unos meses como el que ocupa cuatro años el Palau de la Generalitat? La justicia suele ser más severa con los chorizos que con los financieros que se lo hacen a la remanguillé. En base a esta práctica generalizada, y trasladándola al caso de nuestros sacrificados mandatarios, el que menos tiempo ejerza de tal debería disfrutar de mayores compensaciones. Ya lo dijo Aznar, ¿o fue Fraga?: de cada quien, según sus artimañas, a cada quien, según sus complicidades. Así que, digan lo que digan los de la oposición, un PP con el agua al pescuezo, está a la que salta, y sálvense quien pueda.

El cronista que de mañana escucha un par de emisoras de radio y lee algunos periódicos, en los últimos días se ha informado de la mala racha de los clubes de alterne y locales de prostitución, a los que se pretende no sabe muy bien si regular o estrangular por tasas; de los estampidos que ensordecen a sus señorías y transeúntes que circulan por las proximidades de las Cortes, cuando lo de la ley de ruido; de los choteos que se estrenan con la ley de espectáculos; y de la dignidad que se salda cuando se remienda la ley de ex presidentes. Y es que hoy la dignidad es un concepto muy relativo, extravagante y hasta algo calderoniano. A ver quién es el guapo que lo justiprecia. Porque, como hacía aquel jerarca nazi con lo de la cultura, muchos cuando oyen la palabra dignidad se echan mano a la cartera, y si palpan un buen fajo de pasta, es que están forrados de dignidad, y déjenlos de metafísicas.

Que la dignidad tiene un precio, como acaba de descubrir el portavoz adjunto de EU, Joan Antoni Oltra, observando las pataletas de José Luis Olivas, no constituye novedad alguna; ni tampoco cuando el socialista Joaquim Puig afirma que el PP siempre ve los asuntos sociales como negocio. De cajón, so antiguos. El PP vino, vio y mudó el Estado por el mercado. Y ahora va del mercado a la feria, de la feria al chiringuito, y cuando salga del chiringuito, lo hará de vendedor ambulante. ¿Y qué se pensaban? La vocación tira lo suyo. Y cómo.

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