La anomalía italiana
La situación política italiana es incomprensible, paradójica, absurda. Por lo menos mientras se sigan utilizando para analizarla las categorías derecha / izquierda, válidas para explicar casi cualquier situación en Europa, pero absolutamente equívocas en Italia.
En efecto, que el Gobierno de Berlusconi es de derechas (o de centro-derecha) es el peor de los equívocos, si con esos términos se entiende una política que en Francia se llama Chirac, en Inglaterra Thatcher, y en Estados Unidos, Bush. El presidente de EE UU, por ejemplo, ha llevado hasta los 25 años de cárcel la pena máxima prevista para la falsificación en el balance; Berlusconi, en cambio, ha despenalizado de hecho ese mismo delito.
En la España de Aznar un particular no puede poseer más del 49% de un solo canal de televisión (y ese particular, desde luego, no puede ser el jefe del Gobierno); en la Italia de Berlusconi, en cambio, Berlusconi puede poseer las tres cadenas de televisión comerciales, y como jefe del Gobierno controlar las tres cadenas públicas: el 95% de todo el sistema televisivo (mejor que él sólo lo ha hecho Ceaucescu, y quizá por ello al brazo derecho de Berlusconi, Fedele Confalonieri, se le escapó una vez en una entrevista la definición de Berlusconi como 'un Ceaucescu bueno').
En Inglaterra, el ex ministro de la señora Thatcher Jonhatan Aitken, que debía sustituirla al frente de los tories, fue condenado a seis meses de cárcel, sin libertad condicional ni proceso de apelación, por haber mentido en un tribunal sobre las cuentas de un hotel por valor de 1.500 euros: ningún político (y ningún periódico) de derechas protestó contra los jueces, sino todo lo contrario: todos aplauden la 'sentencia ejemplar', porque un 'político debe dar buen ejemplo', y aún más si es de derechas, es decir, de los partidos que predican 'Ley y orden'. Berlusconi ya ha sido condenado varias veces en primer grado, por delitos muy graves, ha evitado otros procesos modificando las leyes a su favor (obteniendo por lo tanto la 'prescripción'), y ahora intenta evitar aquellos con acusaciones más graves ('corrupción de un magistrado', es decir, el delito de los delitos) haciendo pedazos el Código Penal, la autonomía de la Magistratura y los fundamentos mismos del Estado de derecho.
Y podríamos continuar. Berlusconi, en resumidas cuentas, no tiene nada que ver con las derechas ultraliberales occidentales. Berlusconi está construyendo un auténtico 'régimen' de carácter peronista y videocrático, que tiene en común con la derecha norteamericana un odio visceral hacia los intelectuales críticos y hacia todo lo que suene remotamente a izquierdas ('¡comunistas!'), pero que no tiene ninguna relación con una posición de derecha liberal (o incluso de liberalismo salvaje). Un 'régimen' que tiene como objetivo la destrucción progresiva y total de cualquier ámbito de poder autónomo frente al poder político, de cualquier control frente al Gobierno: el poder judicial y el poder de la libre información, ante todo, pero también los sindicatos.
Por lo tanto, en Italia no existe una derecha, en el sentido europeo del término. Pero tampoco existe una izquierda; es más, no existe una oposición parlamentaria digna de este nombre. Y no existe porque los partidos de centro-izquierda, que forman la coalición del Olivo, en los cinco años que han estado en el Gobierno no han aplicado -en los temas cruciales de la información y de la justicia- el programa que habían prometido a los electores, sino más bien el programa de Berlusconi (al menos el 90%). En este auténtico masoquismo político está encerrada al menos la mitad del enigma de la actual anomalía italiana.
Massimo D'Alema -líder de los Demócratas de Izquierda, el antiguo partido comunista- ya durante el Gobierno de Romano Prodi impuso al centro-derecha la creación de una 'comisión parlamentaria bicameral' para volver a redactar la Constitución, y se convirtió en su presidente (con el apoyo de Berlusconi). Y con Berlusconi llegó a un acuerdo sobre una serie de puntos decisivos, incluida gran parte de la 'cuestión de la justicia'. La idea de la comisión bicameral al final fracasó, porque Berlusconi pretendía garantías de absoluta impunidad que ni siquiera el voluntarioso D'Alema podía proporcionarle, pero la práctica del compromiso entre los dos era tan intensa y frecuente que se acuñó una palabra nueva (tomada del dialecto): inciucio . Palabra decididamente peyorativa, incluso con un desagradable sonido onomatopéyico.
Berlusconi ganó así las elecciones, gracias a esta no política. Durante la campaña electoral D'Alema polemizó mucho más con quien, según él mismo decía, 'satanizaba' a Berlusconi (tres o cuatro periodistas, el semanario The Economist, la revista MicroMega, un par de actores cómicos) que con el mismo Berlusconi. De nuevo en la oposición, el centro-izquierda tuvo por lo tanto dificultades para oponerse con energía y eficacia a la política de Berlusconi sobre la justicia y sobre la información, en vista del 'inciucio' anterior. Hasta el punto de que el fiscal general de Milán, Francesco Saverio Borrelli, en la ceremonia solemne y oficial de la inauguración del año judicial, tuvo que denunciar el auténtico atentado contra el Estado de derecho que estaba cometiendo el Gobierno (con la pasividad de la oposición), e invitar a los ciudadanos a 'resistir, resistir, resistir', en defensa de la legalidad, un irrenunciable bien común. Y fue un famoso director de cine, Nanni Moretti, quien subió a la tribuna en un mitin de la coalición el Olivo y gritó que 'con estos dirigentes no ganaremos nunca'.
Sin embargo, la oposición, inexistente en el Parlamento, se estaba organizando en la sociedad civil, independientemente de los partidos, sin partidos, y a veces contra los partidos. El fenómeno ya es conocido en Italia como los 'corros', porque en una ocasión, en lugar de la clásica manifestación o el aún más clásico mitin, decidieron hacer un corro para abrazar el Palacio de Justicia.
En menos de un año este movimiento espontáneo auto-organizado ha dado vida a numerosas iniciativas de masas, que culminaron en Roma el 14 de septiembre con una gigantesca manifestación, a la que asistieron más de un millón de personas (y menos de dos meses después, el 9 de noviembre, en Florencia, un millón de personas desfiló en la manifestación antiglobalización contra la guerra).
¿Cómo se explican estas cifras tan vertiginosas, mientras en toda Europa se habla de 'crisis de la representación' y de oleada de antipolítica? En realidad no hay ninguna contradicción. La manifestación del 14
de septiembre demuestra, al contrario, que la 'antipolítica' no es necesariamente pasota y poujadista, sino que más bien expresa un deseo de nueva participación, de compromiso mayor y más democrático: expresa la voluntad de más política, pero naturalmente una política radicalmente diferente. Es más: sólo la difusión y organización de estos movimientos antipolíticos de izquierdas en Europa podrá constituir la respuesta positiva a la crisis de la política que todos lamentan.
La crisis de la representación, en efecto, tiene en el centro la figura del político de profesión, que hoy es el único propietario de la decisión pública. No se trata de abolir los partidos, evidentemente (aunque los políticos de profesión atribuyan a veces esta ridícula caricatura a los movimientos, para desacreditarles). Se trata de poner fin al monopolio de los aparatos, es decir, de los políticos profesionales. Un camino no sólo posible (a diferencia de la utopía de la democracia directa), sino también necesario.
Se trata de reinventar las instituciones representativas y las técnicas electorales, de manera que el político de profesión se reduzca a una entre las muchas figuras de la vida política, de la decisión política, del poder. Se trata de hacer que también el político aficionado, es decir, el ciudadano que pretende dedicar a la política sólo algunas horas de su tiempo libre (y el resto del tiempo sigue ejerciendo otro trabajo, otra profesión) pueda contar, en términos de poder real, tanto o más que el político profesional. Las experiencias realizadas en Italia pueden constituir una primera respuesta, el terreno a partir del cual se deberá y podrá ejercer una imaginación política capaz de esta urgente reinvención.
Paolo Flores D'Arcais es filósofo italiano y director de la revista MicroMega.
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