Esencias para vivir el eros
Simplificando una larga cadena de causas, resulta que la vida de André Gide (1869-1951) se ofrece como uno de los acontecimientos literarios de la centuria pasada. Estamos en un buen momento para leerlo o releerlo. No sólo se producen reediciones ilustres (así hay que contar la de Si la semilla no muere en la nueva etapa española del glorioso catálogo de Losada). También novedades reales o ideales, que las dos cosas se hallan en este volumen de Odisea editorial. Et nunc manet in te se publica por primera vez en español. En cambio, Corydon se tradujo muy pronto, pero puede considerarse que la presente edición es la primera que lo presenta entre nosotros con el respeto intelectual que merece, cosa que tiene su trascendencia pues afecta al que Gide consideraba como el más importante de sus libros. Es, por tanto, la primera vez que se nos entrega en condiciones ideales. Para presentar en 1929 la versión española de Corydon, Gregorio Marañón anotó: 'Mi punto de vista es tan opuesto... que no puedo escucharle con serenidad'. Nada tenía de socrática semejante contradicción, como se constata cuando tacha de 'nefanda' e 'intolerable' la conclusión de Gide. Los dos adjetivos venían de una terrible tradición antiintelectual, que se desenmascara sin rubor cuando Marañón, por boca de un supuesto interlocutor, sentencia: 'Y gracias a que, como no estoy en Castilla, no echo de menos ser inquisidor para quemar el libro, con la efigie del autor, en el brasero que todo lo purifica'. Con prologuistas como ése, Gide no necesitaba enemigos.
ET NUNC MANET IN TE CORYDON
André Gide Traducción de Santiago Roncagliolo Odisea. Madrid, 2002 252 páginas. 15,56 euros
Las dos obras reunidas en este
libro se titulan en latín y remiten a Virgilio, dulcemente pagano. Con la primera -'y ahora permanece en ti'-, Gide homenajea a Madeleine, su esposa y prima, que acababa de morir en 1938. El relato elegiaco sublima a la pareja como Beatriz y Dante o los eleva a la pureza espantosa de la tragedia. Durante cuarenta años vivieron -esta vez la referencia es Blake, descargado de metáfora- 'un matrimonio entre el Cielo y el Infierno'. Madeleine, que asume los rasgos de Ifigenia o Antígona, acaba esculpida como una santa cristiana. Fue determinante para la escritura de Gide, que en sus novelas dio nombres diversos a esta mujer única. Como lectora -también de Corydon, cuya publicación se retrasó por no contrariarla- esta exigente moralista representa el contrapunto perfecto para aquel audaz inmoralista.
Corydon es el famoso protagonista de la Bucólica Segunda: un pastor enamorado de un esclavo. Dicho en otras palabras más abstractas: el homoerotismo masculino en la naturaleza más sencilla y en la poesía de más calidad. Del mismo modo, el ensayo de Gide -que al tiempo es un nuevo Banquete, formalizado como diálogo socrático- abordará en la literatura noble lo que tiene de natural o de cultural el erotismo entre hombres. La ciencia del siglo XIX había creado la palabra homosexualidad y se había adueñado del asunto. Gide tuvo muy en cuenta esas aportaciones, pero se tomó un largo tiempo: 'Quería asegurarme de que nada me obligaría a retractarme'. Retardarse es algo imperdonable para un científico, pero imprescindible para un escritor. Además, el científico sabe que el progreso revisará sus conclusiones. 'Nunca busqué complacer al público', especifica Gide, que maneja una perspectiva de eternidad, o al menos de los dos mil o dos mil quinientos años que lo separan de sus modelos. Como literatura que es, Corydon demarca el pensamiento mediante un ajustado equilibrio de palabras. Hay que elogiar al traductor, Santiago Roncagliolo, por haber logrado un tono actual. En la versión de 1929, Gide buscaba 'la estimación de unos cuantos espíritus excepcionales'. Ahora, 'la estima de algunos lectores en particular'. Donde antes se leía 'discordancias' o 'contristar' se lee ahora 'malentendidos' y 'contrariar'. Un ensayo más claro es más eficaz.
Precisamente algunas palabras son las que presentan más peligro, porque rozan los nuevos tabúes, que ahora se llaman incorrección política, pero pueden frenar igualmente el pensamiento. Unas palabras prácticamente han desaparecido, otras han cambiado, y ha surgido una nueva, aunque muy potente. Gide descarta de su ensayo los casos de 'inversión, afeminamiento y sodomía', que eran los que interesaban a Proust. La homosexualidad sin afeminamiento era el amor griego, que Gide designa todavía con el término de pederastia. Quizá debería traducirse por alguna perífrasis, toda vez que su deterioro semántico resulta irreversible. Hasta hace muy poco era en francés un sinónimo común de homosexualidad. De hecho, Gide la entiende como amor legal entre hombres (de distintas generaciones, aunque no sea requisito indispensable). En esa línea examina ejemplos notables, entre los que se cuentan, como todos sabemos, nombres preclaros (cuando no los más preclaros) de la historia del arte, de las letras y de la ciencia, además, por supuesto, de la política y de la milicia. En su mayor parte proceden de la Antigüedad y del Renacimiento, pero llegan hasta el momento de Gide. ¿Actualidad para nosotros? Toda. Aquí desfila, por ejemplo, el célebre Batallón Sagrado de Tebas, invencible porque estaba compuesto en exclusiva por parejas de soldados enamorados.
Resulta llamativo -para algu-
nos, será incluso refrescante- leer un ensayo sobre el sexo entre hombres en el que no se menciona el término gay. El libro, como es normal, tendrá una recepción en ese ámbito, pero de ningún modo debe limitarse a él, ni reducirse a sus postulados. El motivo más obvio es puramente cronológico: no porque sea anterior, sino porque -como clásico que es- será posterior y se seguirá leyendo cuando este movimiento haya desaparecido. Por último, como literatura de muy alta calidad y estirpe, Corydon no puede restringir su recepción a una minoría con mayor o menor voluntad de diferencia. Dado que afecta a la esencia misma del ser humano, prevé tener entre sus lectores ideales a hombres y a mujeres de cualquier preferencia, pues sin el concurso de todos ellos no se alcanzará una manera nueva -antigua, en gran medida- de vivir el eros. Ésa es su utopía. En Corydon, Gide reintegró su plenitud a la literatura occidental. La limpió de tabúes absurdos y la situó en un horizonte de libertad que fue el del siglo XX y será, esperemos, el del XXI.
Del pastor al héroe
NADIE DISCUTE que la República Francesa constituye un universo literario perfectamente definido, donde los escritores han disfrutado siempre de las mayores cotas de libertad. En el extremo contrario queda la España de Franco, universo no menos definido, por asfixiante. Pues en él, y en 1955, escribió Juan Gil-Albert Heraclés, su ensayo sobre la homosexualidad masculina. Había combatido del lado republicano. Tras el exilio en México, regresó para sumergirse en un implacable destierro interior. Su Heraclés se sitúa en la estela de Corydon, pero no están equivocados quienes lo ponen, como mínimo, a la misma altura. Gide escribió una apología. Gil-Albert, una fundamentación, sobre cimientos ya firmes. El francés es un polemista. Nuestro alicantino, un poeta. Entre Corydon y Heraclés media la distancia que separa a un pastor de un héroe. Heraclés escapa a los límites del homoerotismo para erigirse en teoría general de la masculinidad. Bellamente literario -Cervantes o Montaigne destellan en su cincelada prosa-, el libro tardó en publicarse veinte años, y lo hizo todavía en la dictadura. Se ha reeditado en dos ocasiones, lo que no es poco mérito en nuestro país. Juan Gil-Albert, hondamente español, vivió siempre 'a la altura de los disconformes'. Representa por muchas razones la vertiente más luminosa de nuestra cultura. Escribió y publicó Heraclés como un acto de valentía, que no otra cosa fue la virilidad etimológica. Conste aquí su heroísmo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.