El prestigio del niño
Todo es celebrar las múltiples opciones de concepción de la mujer actual: con y sin sexo, con o sin óvulo propio, con o sin pareja, con o sin edad fértil. Pero, entre tanto, ¿qué dice el niño? Pensando en que el niño no puede hablar (infans: el que no habla) la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó hace trece años, el 20 de noviembre, la Convención de los Derechos del Niño. Un documento con decenas de páginas y 54 artículos para que la sociedad no se declare ignorante e inocente. Si el niño no puede hablar por lo menos puede presentarse con los folios de sus derechos bajo el brazo.
El niño es, según la ONU, todo ser humano menor de 18 años, sin importar el sexo, el color, la raza, la religión, el origen social o la opinión política. La organización se creyó obligada a esta precisión, entre otras, para evitar que los sabios abogados de los adultos pudieran sacar provecho de cualquier fisura. En realidad, la declaración de los derechos del niño es una pieza compacta que pretende protegerle tanto del castigo como de la existencia sin nombre, de las carencias como de los abusos del mal amor, de la retención ilícita como de la indecencia, del analfabetismo como de los adoctrinamientos sectarios. El niño, en fin, se convierte gracias a este manifiesto en el máximo centro de la Creación, carne sagrada, fragmento del cielo. ¿Piensan en ello los nuevos progenitores?
La noticia de una madre con 60 años gracias a los métodos de la fecundación asistida sitúa la demanda de un hijo entre los bienes hace poco inaccesibles y a los que el progreso social y económico ha logrado, por fin, dar alcance. ¿Un hijo o una mascota? ¿Una mascota, un hijo o un robot? La ventaja de la mascota sobre el niño es que se adapta con mayor facilidad, se somete con menor resistencia y, en general, es incomparablemente agradecida. Pero la ventaja del robot sobre la mascota es todavía mayor. Ante todo porque el robot no es un ser vivo, ni come, ni ladra, ni solicita que juguemos con él. De todos, efectivamente, el niño es lo más incómodo que cabe imaginar, pero es también lo más sofisticado e interesante, lo más propicio para vivir una aventura y, en suma, para variar la vida cuando una persona se ha hartado de la repetición.
El niño, no importa cómo se le eduque o la nutrición que se le proporcione, es una fuente de sorpresas. Raramente estando un niño al lado puede sentirse indiferencia o tedio. Más bien su infatigable dinamismo conduce incluso al infanticidio o reacciones ante las cuales se alza la carta de derechos de Naciones Unidas y la convocatoria cada año del Día de la Infancia en recuerdo no ya del niño, sino de las defensas establecidas para procurar preservarlo de los adultos irascibles y desalmados. También de los padres que los cosifican, de los padres que los manipulan y de los padres que los patrimonializan. O también de quienes no siendo padres hacen esto y mucho más. Aldeas Infantiles SOS es una organización internacional que se afana a lo largo de 130 países en un refuerzo de esa protección incluso de una manera directa. No sólo hace por ayudar a la infancia, hace que la infancia se ayude a sí misma. Se propone que los niños aprendan sus derechos a la manera de cualquier otra minoría en peligro.
Los adultos acaso forman parte de ese infierno sartriano identificable con los otros, pero los niños, imaginariamente, son del cielo o de lugares por el estilo. Vienen de París, van al limbo, representan, con su talla en miniatura, el alma todavía limpia de la condición humana. Hacer daño a los niños es como cometer un atentado contra la misma raíz de la Humanidad y, en tiempos como éstos, faltos de ideología y una moral fuerte, la niñez es respecto a la civilización, como la ecología respecto a los gases contaminantes. No es extraño, por tanto, que la infancia haya recobrado gran predicamento en la contemporaneidad y de ser un paraje blanco se haya convertido en marcado territorio de referencia: exactamente lo mejor que nos queda una vez que la lógica de lo peor puede actuar en cualquier momento.
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