Reflexiva tristeza rusa
Esa lánguida alegría, esa cansada excitación de un baile de máscaras, que se derrama por los corredores y las escaleras de un palacio imperial; así comienza la película que más me impresionó en este último Festival de Cine Internacional de Sitges. Es una suerte que al lado de las películas premiadas, entre las que hay que destacar Cravan versus Cravan, del gerundense Iñaki Lacuesta, galardonado con muy buen criterio por votación popular con el premio al mejor documental de creación, se presentara una exquisita obra de arte como Russian ark (El arca rusa), de Alexandr Sokurov, un discípulo del cine filosófico de Andréi Tarkovski. Russian ark es una película llena de creatividad y de vida, es un paseo por el museo y el palacio del Ermitage de San Petersburgo, una invitación a viajar a través de los tres últimos siglos de Rusia y, sobre todo, una inolvidable experiencia estética.
'Russian ark', de Alexandr Sokurov, es una película llena de creatividad, un paseo por el Ermitage de San Petersburgo
Penetro en la película como en un ensueño. Me dejo mecer por el ritmo lento de lo que acontece, por el grave cantabile de los interiores sumergidos en la misteriosa luz del invierno nórdico. Me encuentro en el Ermitage, que no es otro que el edificio del Palacio de Invierno, la antigua residencia de los zares rusos. Me guía un aristócrata francés del siglo XIX; al igual que yo, mi guía contempla con asombro los prodigios que le ofrecen los rincones del palacio. En nuestro recorrido encontramos personajes que dejaron sus huellas en este palacio; la historia flota en la penumbra fría de los pasillos; los espíritus del pasado giran sus polonesas y sus mazurcas, sus traiciones y sus caprichos, en los grandes salones; los zares en uniformes blanco y oro desayunan con sus familias sobre un mantel inmaculado mientras la luz lechosa penetra desde el río Neva al interior de ese salón rococó y se pega a los ángeles blancos y dorados que lo sobrevuelan. Y súbitamente los ángeles de las columnas reviven y se convierten en niñas de tez más blanca que la niebla de los amaneceres petersburgueses, que bailan por los corredores hasta conducirnos ante Catalina la Grande y el zar Alejandro y otros ilustres y terribles habitantes del Palacio de Invierno. Mi guía se ha perdido por los pasillos del palacio cuando una voz le llama: '¡Europeo! ¡Europeo! Mira a tu alrededor, todo lo que aquí verás es europeo, ruso no es nada. Los zares reprodujeron la cultura europea copiando sobre todo vuestros errores'. Y otra voz, esta vez proveniente de los corredores de la magnífica galería del arte, llama también: '¡Europeo! Dime, europeo, tú que comprendes las cosas: ¿qué supimos crear, nosotros, los rusos? ¿Lo ignoras? Yo te lo contaré, pues creamos la revolución rusa; sí. Y ¿qué vino después? ¿Lo ignoras también? Ella nos trajo un siglo lleno de tristeza'.
Pero ya nos sumergimos, mi guía y yo, en uno de los bailes de la gran aristocracia rusa. La fiesta llega a su fin y desde mi rincón observo las oleadas humanas, ese brillante río que esconde el barro de la barbarie y la crueldad, que descienden la escalera hacia la salida, y no puedo dejar de pensar: el baile suntuoso de la nobleza ha terminado; los admirables vestidos y las joyas y los uniformes blancos y dorados, su poder y sus muchas ignorancias y rudezas se confunden con la noche... ha terminado ese fastuoso baile a la europea: la revolución se lo ha llevado consigo... Y después del baile, ¿qué? La revolución, las guerras, la larga tristeza del siglo XX, contesta Sokurov. El hombre sucumbe mientras el palacio imperial sigue erecto en su esplendor. Las obras de arte no mueren. Al salir del Gran Hotel Sitges, donde se proyectó Russian ark, pensé que una parte de su impactante belleza emergía del hecho de haber sido rodada en un único plano secuencia de una hora y media de duración. Y recuerdo otras obras de Alexandr Sokurov, Taurus y Moloch, y sobre todo la instalación audiovisual Voces espirituales, que cierra la nueva presentación de la colección del MACBA, ese magnífico recorrido por el arte de la segunda mitad del siglo XX que nos propone. Voces espirituales, audiovisual en cinco partes de cuatro horas de duración, reflexiona sobre la relación del hombre con la naturaleza y viceversa. El hombre, cuenta una de las partes de Voces espirituales, llega con sus tanques y sus granadas y con sus incesantes guerras destruye los prósperos campos y los exuberantes jardines. Pero aunque los destruya, al fin y al cabo es él, el más débil y vulnerable, quien termina destruido, mientras la naturaleza vuelve a revivir, eterna. Y es ella, la naturaleza, quien protagoniza asimismo otra parte del audiovisual. A medida que transcurre el día, los bancos de niebla y los rayos de sol van transformando el paisaje como en los delicados cuadros de Turner. Sobre el fondo de esas metamorfosis de la naturaleza, tocadas en lento majestuoso, una nostálgica voz masculina cuenta en un susurro la muerte de Mozart. Murió probablemente envenenado, al igual que pereció asesinada la aristocracia rusa de la mano de la revolución de 1917. Y mientras el hombre, débil y quebradizo, sucumbe, la naturaleza y los palacios se alzan, indestructibles, hacia el cielo y contemplan la fragilidad del hombre desde la altivez de su eterna belleza.
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