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Columna
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Alaska

Cuando los viejos rockeros españoles eran jóvenes, las empresas discográficas nacionales les maltrataban y se burlaban de sus gestos y de sus músicas. Cuando en los años sesenta los tocadiscos se abarataron y los discos redujeron su duración y su precio para hacerse con el mercado de los jóvenes, las compañías que habían abastecido las gramolas de sus padres con zarzuelas, grandes orquestas, coplas y boleros se vieron abocadas, forzadas más bien, a introducirse en un nuevo mercado juvenil, mercado de futuro que ignoraban tanto como despreciaban.

Cuando Miguel Ríos era todavía Mike, las adaptaciones de los éxitos americanos del pujante rock and roll se encargaban a veteranos adaptadores, autores profesionales de canciones melódicas anclados en el pasado que detestaban tanto como temían la irrupción de nuevos ritmos y nuevas fórmulas que no eran capaces de asumir.

La industria discográfica nacional siempre fue a la zaga, incluso a la contra, de todo lo que fuera novedad, aunque, cuando por un capricho del azar triunfaba algo que sonaba distinto, se afanasen en copiarlo hasta la saciedad promocionando sucedáneos.

A mediados de los años setenta, los jóvenes madrileños tenían que buscar en tiendas de importación, o conseguir a través de amigos viajeros, las grabaciones de sus grupos y artistas favoritos. Sólo los grandes iconos internacionales del pop tenían cabida en los escaparates españoles, tarde y mal. Fuera de los circuitos comerciales apenas funcionaban algunos programas de radio en FM y ciertas revistas de corta tirada. Mientras, la mayor parte de los grupos de rock localmente conocidos no tenían acceso a las grabaciones discográficas ni a circuitos de actuación en los que contactar con un público creciente y entusiasta al que la industria nacional del disco insistía, con su negligencia habitual, en ignorar.

El aire de libertad impulsado por la llegada de la democracia y el abaratamiento de las técnicas de grabación y de reproducción propiciaron que los marginados, ahora marginales, accedieran a los medios de producción a pequeña escala, acceso que produciría los primeros avatares de lo que pronto iba a llamarse 'la movida'.

Conocí a Alaska a finales de los años setenta, una colegiala inquieta sentada en las improvisadas mesas de redacción de La Cochu, coordinadora imposible de iniciativas culturales y musicales que luego pasaría a llamarse Premama (Prensa Marginal Madrileña), afortunado nombre para un colectivo embrionario que sacó a la luz revistas como MMM y MMÚA, esta última una guía de eventos underground capitalinos, de pequeño formato, programación sujeta a toda clase de imprevistos y precio más que asequible: un duro.

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A finales de los años setenta se publicaban en Madrid una docena de fanzines que se distribuían en el Rastro y en bares de copas. A finales de los años setenta comenzaban sus actividades pequeños sellos discográficos independientes al margen de la gran industria. A finales de los años setenta, personajes como Alaska, Fernando Márquez el Zurdo, Ceesepe, El Hortelano o Alberto García Alix animaban la escena madrileña. Las grandes compañías discográficas no pudieron seguir ignorando mucho tiempo aquellos movimientos que habían sido incapaces de reconocer y mucho menos de apoyar. Con su estrategia habitual, los peces gordos acabaron comiéndose a muchos pequeños utilizando como cebo abultados talonarios de cheques. En sus manos no tardaría en agostarse aquella movida discográfica, aunque ya habían quedado fijados los cimientos de una industria indie, independiente, más creativa y menos manipulable.

A finales de los años setenta, Alaska quería ser un bote de Colón para salir en la televisión. En los inicios del tercer milenio, Alaska sigue siendo una artista inquieta e independiente con su opinión propia sobre el comercio de los botes de Colón, los CD, en el top manta. A finales del año 2002, Alaska sigue siendo piedra de escándalo y sujeto de represalias por parte de los distribuidores discográficos, en un acto de censura inaudito en los tiempos que corren. Como dice Dylan, los tiempos están cambiando, aunque a veces no se sabe muy bien cuál es el sentido de la marcha.

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