La princesa de París
Arantxa vivió una intensa relación de amor-odio con Roland Garros, que ganó tres veces por una el Open de Estados Unidos
Campeona española absoluta a los 13 años, Arantxa Sánchez Vicario alcanzó a los 17 años, en 1989, su primera final de Roland Garros. Mientras cenaba con ellos, el periodista español más veterano preguntó en la víspera de la final a sus colegas: '¿Y si gana? ¿Os imagináis lo que supondría?'. La respuesta más suave fue: 'Rozas la locura'. Su rival era la alemana Steffi Graf, la reina que había destronado a las estadounidenses Chris Evert y Martina Navratilova. Ganarla parecía inasumible. Pero Arantxa no aceptaba un papel secundario: 'No tengo nada que perder. Lo que he hecho ya es muy grande, pero quiero ganar'.
El público se frotaba al día siguiente los ojos cuando Arantxa se impuso en el desempate de la primera manga. Pero cuando Graf se puso 5-3 en la definitiva las ilusiones parecían esfumarse. Sin embargo, Arantxa ganó. Entonces se fundamentaron varios de sus mitos. Fue allí donde el mundo descubrió su revés centelleante y explosivo, donde surgió su '¡vamos!' como un grito de guerra y donde realizó la primera de las grandes remontadas que le abrieron la puerta de la historia.
Aquél fue el inicio de una historia de amor y odio con Roland Garros, la cita de sus mejores triunfos, pero también aquélla en la que fue víctima de la incomprensión ante sus supuestas tácticas defensivas. Entre 1987 y 2000, París fue la fortaleza de Arantxa, un torneo que ganó tres veces y en el que alcanzó al menos los cuartos de final, excepto en 1990, durante 14 años. Fue su plataforma de lanzamiento hacia otros objetivos que se resumen en 12 finales y 22 semifinales entre los cuatro torneos del Grand Slam. Eso supone una regularidad brutal, que tuvo su máxima expresión entre 1994 y 1996, años en que ganó dos títulos grandes y jugó ocho de las doce finales posibles.
Sin embargo, en 1997 llegó su primera gran crisis. 'Haber perdido cinco finales grandes le está pesando mucho', comentó entonces su hermano Emilio, que pasó a hacerse cargo de su dirección técnica; 'para una campeona como ella, es un golpe muy duro'. Allí se la enterró por primera vez. Pero resurgió y en 1998 protagonizó otra de sus grandes remontadas frente a la norteamericana Serena Williams en los octavos de final -perdía por un set y 5-2- para acabar ganando su último Roland Garros.
Fue su forma de decir adiós. 'Os quiero', les dijo a los franceses que la habían silbado en varios partidos. Y encaró la parte final de su esplendorosa carrera. Se casó en 2000 y se independizó un poco de su familia, que la había sobreprotegido en sus primeros años y dado la estabilidad necesaria para centrarse en su juego. Luego, en 2001, llegó el divorcio; el distanciamiento de sus padres; el idilio con su entrenador, Antoni Hernández, y el hecho de que a los 31 años el físico no responde como a los 18.
Todo ello, combinado con la irrupción de las hermanas Williams y de una generación de pegadoras que imprime una velocidad a la bola que anula las posibilidades de réplica de Arantxa en sus condiciones actuales. Demasiadas cosas. Los pilares en los que había basado su carrera se estaban hundiendo. Y la fortaleza, el positivismo, la garra y la pasión iban desapareciendo. Por primera vez, Arantxa era vulnerable.
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