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Las barbas del vecino

Qué gran consejo es ese de que cuando veas las barbas del vecino cortar, pongas las tuyas a remojar. Siempre ha sido así, pero en este mundo de la aldea global, mucho más. Bien lo sabían los monarcas absolutos europeos cuando se indignaron por los sucesos de la Revolución francesa como si hubieran ocurrido en suelo propio y, asustados, persiguieron las ideas subversivas con una saña digna de mejor causa. Intuían que, por difíciles pasos fronterizos y escondidas entre la ropa, aquellas nuevas ideas igualitarias acabarían por llegar a todas partes y la chispa revolucionaria prendería como la yesca. Mas los absolutistas fueron poco inteligentes. Aunque derrotaron a Napoleón y lograron volver atrás el reloj de la Historia en el Congreso de Viena, a la larga acabaron cayendo víctimas de su propia intolerancia y de las tensiones acumuladas por un sistema que ya no daba más de sí. Hoy sólo les quedan las páginas couché de la prensa del corazón como refugio dorado. Lo mismo les pasó a los jerarcas de la URSS y terminará pasándoles, sin duda, a esos republicanos eufóricos de los EE UU que no saben predicar otra política que la de bajar impuestos (a los ricos), endeudar al Estado (de todos) y, sobre todo, hacer la guerra (de momento, con Irak, luego, ya se verá).

Pero las barbas que me ocupan en este artículo son más modestas. Digamos que el vecino rapado no se ha ido a un estilista del cabello, sino a un vulgar peluquero, de los de antes, con loción mentolada, sillón cromado, comentarios de fútbol y mucho humo en la sala. No voy a hablar de alta política, sólo de política municipal. ¿Acaso no tenemos las elecciones a la vuelta de la esquina?

Y es que en un rincón de este pequeño mundo, acaba de estallar la revolución o, mejor dicho, ya ha habido dos movimientos insurgentes. Primero en Porto Alegre, donde una parte sustancial del presupuesto municipal se ha gestionado directamente por los ciudadanos y el resultado ha sido positivo. No hay que preocuparse: eso ha ocurrido nada menos que en Brasil, un país tan estrafalario que no ha tenido mejor idea que elegir a un antiguo obrero metalúrgico como presidente de la República. Sí, pero ahora, la cosa vuelve a plantearse en Albacete. ¿Donde?: Sí, en Albacete de la Mancha, aquí al lado, a poco más de una hora de Valencia o de Alicante. Vaya, vaya. Eso ya es peor.

¿Cómo impediremos que la cosa trascienda? Con las radios incordiando a todas horas, con los correos electrónicos echando humo, con tantos ciudadanos valencianos que todos los fines de semana se dan una vuelta por allí. Realmente ni con otros cien mil hijos de San Luis lograríamos que las cosas volvieran a su estado anterior. Se ha abierto un precedente peligroso y habrá que afrontarlo.

Imagínense que en la ciudad de Valencia acuden a los plenos las asociaciones de vecinos a reclamar su parte del pastel. A lo mejor, a juzgar por cómo los tratan, hasta hay quien cree que los vecinos son tontos y que sólo pedirían más festejos falleros. Se equivocaría de plano: probablemente lo pedirían, sí, pero a cuenta del tercio del presupuesto destinado a ser dilapidado directamente por el Ayuntamiento. No hay duda de que de sus dos tercios propios dispondrían de manera bien diferente.

Hagamos algunas predicciones obvias. Por ejemplo, no hay más que salir a la calle para ver que Valencia es una ciudad cuyo centro histórico se cae a pedazos, mientras el municipio alienta la construcción acelerada de viviendas de lujo (que no de calidad) en la Avenida de Francia o en la de las Cortes. ¿Y si una de esas asociaciones de vecinos decide que Valencia se convierta en una ciudad europea y reclama un buen pellizco del presupuesto para reconstruir el centro, para incentivar el alquiler de viviendas baratas a parejas jóvenes, para ayudar al pequeño comercio a que se reinstale en una zona de la que nunca debió salir? Otra predicción. ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar que Valencia sea el paraíso del tráfico de drogas y de la delincuencia? ¿Y si otra asociación pide que se acabe con la vergüenza de Velluters, de Campanar, del Cabanyal, en vez de dedicar las escasas dotaciones policiales a cortar calles y vigilar accesos para que los políticos de Madrid vengan aquí a festejar sus fastos? O incluso: ¿qué pasaría si las Universidades, que también son entidades cívicas de esta ciudad, se personasen en los plenos municipales para exigir que la política cultural se hiciese coordinadamente y que todo el dinero que se malgasta en foros, premios literarios y milenios de los que no se entera nadie se dedicase a algo sensato?

Ya comprendo que todo esto que he pintado y mucho más que se me ocurre -no sólo en Valencia: en otras ciudades pasa lo mismo y con concejos de todos los colores- producirá escalofríos a más de uno/a. Pero lo que un político inteligente no puede hacer es ignorar por dónde van los tiros de la polis. Los ciudadanos están hartos de mentiras y el antiguo régimen puede estallar en cualquier momento. Ahora mismo tienen la ocasión de poner remedio y de plasmar las soluciones oportunas en su programa electoral. Mañana, ¿quién sabe?, tal vez sea demasiado tarde. Y no se olvide que las barbas recién afeitadas tardan bastante en salir otra vez. Luego que no se quejen.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. lopez@uv.es

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