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¿El final de la historia en un retrete?

El insulso señor Putin se autoproclama modelo de la lucha antiterrorista; la empezó antes que nadie, dice, y su determinación no adolece de duda alguna. Demostrado en Chechenia. Demostrado otra vez al gasear a sus conciudadanos en Moscú. Ante este último acto armado, los Grandes de nuestra burbuja democrática no fueron nada tacaños a la hora de felicitarle. Inútil precisar que si imitasen unos procedimientos tan expeditivos, sin preocuparse ni antes ni después de la supervivencia de sus compatriotas rehenes, serían destituidos de inmediato por sus opiniones públicas soliviantadas. Pero en Moscú, donde todo está permitido, las autoridades no tienen ningún miramiento hacia lo que Stalin denominaba el 'material humano', autóctono o no. Así fue como la ciudad de Grozni, de 400.000 habitantes, la mitad rusos y la mitad caucásicos, fue reducida a escombros. ¡Imagínense que Argel, sus pieds noirs y sus nativos, desaparecen bajo una lluvia de bombas francesas en los momentos álgidos de la guerra colonial! Imagínense a Kabul arrasada por la infantería estadounidense para desalojar a los talibanes. ¿Acaso aquello que no aceptamos en nuestros países es la norma aceptable en Rusia?

¿Qué se les pasa por la cabeza a los príncipes que nos gobiernan? ¿Se resignan ante la santa simplicidad de las ecuaciones pistoleras? Grozni = Tora Bora, Masjádov = Bin Laden, Putin = Bush, el Kremlin es el Vaticano del contraterrorismo, los miembros de la resistencia chechena son Al Qaeda, a los que hay que erradicar hasta que no quede ninguno y hasta 'en los retretes', ha precisado el elegante aleccionador moscovita. Creer mal informados a nuestros responsables sería insultarles. Saben tanto como el lector de Le Monde, The Times o The Washington Post... Tuvieron todo el tiempo para meditar sobre la decisión de un año atrás tomada en el Museo del Holocausto en Washington. En ese lugar poco sospechoso de islamismo se considera que la población chechena está amenazada de desaparición (número uno en la lista de la organización Genocide Watch). Pese al secretismo, ningún responsable occidental ignora que en materia de inhumanidad lo peor de lo peor se abate hoy sobre una parcela minúscula del Cáucaso. Último hallazgo registrado en esta guerra 'ejemplar', repleta de invenciones como la fogata humana. En un pueblo, se toman al azar a mujeres, niños y ancianos, se los ata a todos y se lanzan unas granadas. Nuestros príncipes miran hacia otro lado y no abren la boca. ¿Por qué?

Adivinan que Putin, tras haber dado el pistoletazo, ya no controla a sus generales que no controlan a sus soldados que no controlan a una población, salvo para saquearla, robarla, violarla y masacrarla, en un 'cada cual a lo suyo' asombroso. Presienten que enfrente, los independentistas responsables que están junto a Masjádov (única autoridad legalmente elegida) tienen enormes problemas para contener a una generación que sólo conoce del universo exterior una soldadesca atroz, que ejerce sus habilidades en medio de un silencio de muerte absoluto y mundial. Una generación dispuesta a cualquier cosa, incluso a la catástrofe.

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Nuestros prohombres deberían tener muchas razones para preocuparse. El escenario fatal afgano, de Kabul a Manhattan, nos lo estamos buscando. La abominable toma de rehenes de Moscú y su no menos abominable desenlace corren el riesgo de ser sólo un peldaño en la escalada de violencia. Cada cual puede imaginarse algo peor; Business Week (11 de noviembre de 2002) subraya que ningún objetivo está fuera de peligro en el caos ruso, que los yacimientos petrolíferos y los depósitos nucleares siguen estando al alcance de comandos de desesperados. Si algún Chernóbil deliberado salta por los aires, ninguna frontera detendrá sus nefastas emanaciones. Al rechazar toda negociación, al encarnizarse con una gente que no se ha doblegado desde hace siglos, Putin juega al bombero pirómano, su supuesto antiterrorismo alimenta las vocaciones kamikazes y corre el riesgo de cavar su propia tumba y la nuestra.

Nuestra soberana indiferencia bloquea toda veleidad de inquietud; mientras que no se produce la desgracia, no existe, y si existe ya no hay motivo para preocuparse. Nuestros responsables piensan en el día a día, no disimulan nada, son tal y como aparecen compitiendo en amabilidad, encantados de salir con Putin en la foto de familia. El Kremlin compra los aviones Airbus, acaricia la zona euro, propone albergar nuestros residuos nucleares y seduce con su petróleo y su gas: déjenle, por lo tanto, asesinar a diestro y siniestro. Si algún agorero se inquieta, censura en el Este, rechifla en el Oeste, y un servidor persiste en conmoverse con el exterminio de un pueblo, pesa menos que una pluma.

En la cumbre de Bruselas, la Unión Europea decide. Puede regalar sonrisas y Putin vuelve a subirse a su nube 'antiterrorista'. O puede alzar la voz y conminarle a interrumpir una masacre colonial, la última perpetrada por una potencia europea. ¿Qué riesgo corren los Quince? ¡Ninguno! Tan sólo la efímera cólera de un antiguo segundo espada del KGB, al que vuelven a aplazar infinitamente el pago de la deuda y que sabe ceder cuando no logra hacer ceder. Si Europa habla salvará su credibilidad, su alma, su proyecto, el Manifiesto de Ventotene (1943), el de la Comunidad de los Pueblos decididos a salir de un siglo XX tejido de horrores. Si calla, quema su acta de nacimiento al situarse como cómplice complaciente de las pulsiones genocidas.

La tragedia chechena plantea la cuestión de ¿por qué Europa? De nada sirve refugiarse en la cantinela del cómo. Aunque se proclame Federación de Estados nacionales o Federación supranacional, aunque cultive los convenios y negocie con todas sus fuerzas el futuro de la Política Agraria Común, nuestro trozo de continente será una pobre cosa si delante de su puerta las fosas comunes pueden ser cavadas impunemente y recubiertas con hierba tierna. Europa elige cómo quiere ser al elegir que una noche definitiva envuelva a Chechenia, opta por un sueño apacible y saciado, se encierra en un loft ilusorio. Los arrabales ensangrentados no tardarán en escupir sus sufrimientos sobre nuestro imposible refugio.

A Europa no le cuesta nada realizar un gesto, sencillo y fuerte, si se atreve, pero puede costarle caro si se adormece. En el siglo XIX, algunos futurólogos especulaban sobre un enfriamiento del Sol e imaginaban una nueva glaciación de nuestro planeta. Ya no hacen falta esas hipótesis, ya ha empezado, nuestro mundo, de la noche a la mañana, por trozos o en bloque, corre el riesgo de caer en uno de los retretes putinianos.

André Glucksmann es filósofo francés, autor, entre otros libros, de Dostoievski en Manhattan.

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