No es una simple recesión
Decir que las economías occidentales van mal es quedarse corto: caídas bursátiles del 50% o más desde los topes alcanzados en la primavera de 2000, multiplicación de las quiebras sobre todo en los sectores de la alta tecnología, elevación de las primas de riesgo y contracción del crédito. ¿No es una ironía de la historia ver que la nueva economía ha vuelto a traer las crisis de exceso de inversión y de deuda que las regulaciones públicas introducidas tras la II Guerra Mundial habían suprimido?
Sin embargo, no basta con denunciar la ideología de la 'nueva era'. Hay que comprender la naturaleza de los procesos actuales, muy diferentes de aquellos que rigieron las fluctuaciones que conocimos hasta entonces. Los ciclos de la posguerra estaban provocados por distorsiones en los mercados de bienes de consumo entre oferta y demanda o por conflictos de distribución entre los actores económicos. Los desequilibrios se expresaban siempre mediante un alza de la inflación. Y la política monetaria era el principal instrumento de regulación: restrictiva en los periodos de calentamiento excesivo y suavizada cuando se trataba de relanzar la economía. Durante los años setenta, estos mecanismos de ajuste se vieron perturbados. Un nuevo pensamiento económico -así como una nueva práctica- confió entonces la regulación a los mecanismos del mercado: la liberalización financiera, la competencia generalizada en los mercados laboral y de bienes de consumo.
Se trata de un desastre financiero. La crisis actual es la más grave desde la II Guerra Mundial
Pero los sistemas económicos siguen sufriendo las crisis de sus estructuras. Han aparecido nuevos desequilibrios que ya no se materializan en la inflación que afecta al mercado de bienes de consumo sino a los mercados financieros. Los bancos centrales no han tomado conciencia de este cambio fundamental: siguen considerando el alza de precios como brújula sin darse cuenta de que los nuevos desequilibrios no tienen una relación significativa con los conglomerados financieros. Más grave aún: se muestran reticentes a admitir que la política monetaria tiene una responsabilidad en la estabilidad financiera. Lo que explica sin duda su pasividad ante la explosión del crédito entre 1996 y 1999.
Desde hace 10 años vivimos en un sistema que ha situado las finanzas -crédito y cotización bursátil- en el corazón del dinamismo económico. Los precios de las acciones se han convertido en el eje del sistema. Son la vara de medir los juicios sobre las oportunidades de inversión, la base para la remuneración de los ejecutivos de empresa, el componente dinámico en la gestión del ahorro de los hogares, la fuente de fructíferos beneficios para los bancos de negocios que viven de los lanzamientos en Bolsa y de las fusiones. Así pues, en periodo de innovación tecnológica intensa, la incertidumbre sobre los beneficios futuros es una fuente, no de prudencia, sino de aumento generalizado de las tomas de riesgo financiadas por el crédito. Dentro de una lógica de autorrealización, el alza bursátil proporciona la garantía de los créditos que financian una nueva ola alcista. Este proceso, que provoca la disparidad en el ritmo del crédito en relación con la producción corriente, produce forzosamente un exceso de inversión. El cambio brusco se produce cuando la comunidad financiera empieza a dudar de la capacidad de las empresas para generar beneficios que justifiquen los niveles históricos alcanzados por las cotizaciones bursátiles.
Es lo que ocurrió a mediados del año 2001. La crisis actual está alimentada por los ajustes requeridos para acabar con estas distorsiones financieras. Unos ajustes más largos, más dolorosos que los que eran necesarios para salir de las crisis de posguerra. Ayer se trataba de recuperar un nuevo equilibrio entre la oferta y la demanda. Hoy, es la estructura misma de los balances de las empresas la que se ve cuestionada. Ya no están afectadas en el hueso, sino también en el corazón. En un primer momento deben reducir el valor de los activos que han adquirido. Lo que cercena sus fondos propios y revela el exceso de endeudamiento. Veamos si no a France Télécom. Luego, para evitar la quiebra deben recapitalizarse utilizando gran parte de sus beneficios. Lo que hace que tengan menos dinero para invertir. Se entra así en un círculo vicioso: quien dice menos inversión, dice menos crecimiento y, por tanto, menos beneficios y aún más dificultades para reestructurar los balances. A ello se añade el aumento del paro y la caída de la Bolsa, que puede tener mayor peso que el consumo de los hogares.
Por su parte, los bancos, afectados por el deterioro de su cartera de créditos, se vuelven excesivamente prudentes y reducen los préstamos. Y peor aún: durante el periodo de euforia, los bancos transfirieron gran parte de sus riesgos a los ahorradores haciendo comprar de forma masiva, a través de la concesión de títulos, acciones a los fondos comunes de inversión o a las compañías de seguros vitalicios.
¿Qué pueden hacer las autoridades en esta situación? En primer lugar, reconocer la verdadera naturaleza de la crisis. Lo que Estados Unidos hace con mucha mayor lucidez que Europa. En segundo lugar, actuar en consecuencia, es decir, inyectar con la mayor urgencia liquidez en el sistema: bajar los tipos de interés reales, aumentar el gasto público y las transferencias hacia los más desfavorecidos, cuya propensión a consumir es alta. Pero, ¿qué es lo que se hace? El Banco Central Europeo sigue siendo inflexible, la Comisión Europea sigue esgrimiendo el Pacto de Estabilidad y el Gobierno francés de Raffarin multiplica los regalos a los ricos. La comparación es desastrosa.
Michel Aglietta es catedrático de Economía Internacional en la Universidad París X y asesor científico del CEPIL. Autor, entre otros, es de La monnaie entre violence et confiance, junto a A. Orléan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.