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Columna
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Detrás de las noticias

Figura que los periodistas somos expertos en algo que llamamos noticias. 'Un hecho nuevo, de interés general', decían mis profesores que era una noticia. Ya quedan pocas noticias de esa clase porque casi todo lo que pasa está más o menos previsto por una pléyade de fabricantes de noticias, que no son precisamente periodistas, sino estrategas políticos o económicos, y sus correspondientes portavoces. Ellos dan forma a los mensajes que nos llegan, mayoritariamente, en píldoras casi publicitarias; aunque no sean de interés general, estas píldoras anidan en nuestros cerebros poblándolos de emociones e ideas.

El encadenado de esta actualidad noticiosa se fabrica con minuciosidad por lo que los norteamericanos llaman think tank, gabinetes de expertos en programar expectativas masivas, y requieren una puesta en escena mucho más sofisticada que una película del Hollywood de Cecil B. de Mille. El buen resultado de ese trabajo consiste en que, efectivamente, las noticias parezcan sorpresivas, sorprendentes, recién salidas de la vida misma y obligadamente imprescindibles para sobrevivir.

El perfeccionismo en este empeño es hoy una de las más elaboradas artes de la comunicación, y quienes producen la actualidad global -de eso se trata- son verdaderos artistas en crear clímax, atmósferas, tramas, personajes, enredos, mensajes, nudos, moralejas y desenlaces más o menos apoteósicos. Ellos son los nuevos cuentistas globales a los que alude el director de cine Paul Schrader (guionista de Taxi driver). Ellos -una noticia no es una cosa inocua- tratan de fijar lo que hay que conocer y lo que hay que ignorar, lo que debe asustarnos y lo que debe alegrarnos. Que esto suceda con ambición planetaria equivale a la utopía de lograr la superproducción definitiva, única, total. Una locura irrealizable, por otro lado. Pero en ello está febrilmente ocupado un puñado de gentes muy capaces, hábiles y que, por supuesto, disponen del doble capital de la imaginación y del dinero. Digamos, por último, que su tarea consiste en pensarnos la vida.

Al lado de todo esto, los periodistas somos unos pobrecitos aficionados que servimos principalmente para interpretar esta extraordinaria construcción de hechos que aparecen como nuevos y de interés general y que, la mayoría de las veces, son verdaderos culebrones, ideados a la medida -que no se asuste nadie- de estos Shakespeare contemporáneos. Sin embargo, somos los periodistas, al fin, quienes damos la cara por esta actualidad / drama / comedia y tenemos que justificarla -en función de la verdad- incluso cuando eso es imposible. El 11-S es el ejemplo perfecto. Pero todos los días hay casos sobre los que la gente acaba pidiendo explicaciones. Pienso en la aparentemente arrolladora victoria electoral de George W. Bush, también en las subidas y bajadas de las bolsas, en la necesidad de dejar de ser presidente de una Caixa a los 70 años o, incluso, en el mayordomo de Diana de Gales.

En todos esos casos, la gente pide -pedimos- hoy claves que van mucho más allá de la misma noticia, y lo que acaba siendo importante es lo que menos se muestra. Por ejemplo, los compromisos del equipo de Bush con sus patrocinadores económicos, que han largado, al menos, 150 millones de dólares. O que 70 años son esa excusa para hacer desaparecer al rival en el poder. O que el mayordomo era en realidad un espía comercial, o que las bolsas son un termómetro más psicológico que económico. Quién sabe qué hay tras tanta clave: todo es sospecha. Y cuando eso sucede, el puzzle de la verdad cae hecho añicos. La desregulación de la verdad equivale a la construcción de la oscuridad absoluta. Esa oscuridad, cierto, es imprescindible si vamos al cine a ver una película; de ahí que las noticias -vida real presuntamente- cada día se parezcan más al cine. De terror, por supuesto.

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