La perfecta norteamericana es checa
'¿Ésta es la única parte de la historia que le interesa?', le preguntó Madeleine Albright al periodista que la interrogaba sobre sus antecedentes judíos.
Albright acababa de tomar posesión de uno de los puestos políticos más importantes de Estados Unidos. Era la primera mujer que ocupaba la Secretaría de Estado y su historia personal resultaba ejemplar: una inmigrante checa que había llegado a Estados Unidos con 11 años, y que lograba entrar en el sanctasanctórum de Washington. Algo así como el álter ego de Henry Kissinger, pero en demócrata.
Su historia, sin duda, era algo más que la polémica que suscitaron sus antecedentes judíos; era la de una persona que había pasado gran parte de su vida transformándose en una norteamericana modelo; la de una mujer que, a los 40 años, divorciada, decidió cambiar su vida y que aprovechó los pocos resquicios que dejaba en aquellos años la muy machista élite política de Washington para construirse una poderosa carrera.
MADELEINE ALBRIGHT
Michael Dobbs Traducción de Ana Herrera Península. Barcelona, 2002 488 páginas. 20 euros
Y además, ¿hasta qué punto alguien cuyos abuelos no iban a la sinagoga, cuyos padres no han practicado el judaísmo y que ha sido educada como católica sigue siendo judía? Michael Dobbs, el autor de esta biografía, rehúye entrar en esa discusión. Pero abre otra muy norteamericana: ¿cuándo supo Albright, nacida María Jana Körbel, culta y experta en Rusia, que tres de sus abuelos habían muerto en el Holocausto y que casi una veintena habían desaparecido en campos de concentración? ¿Es creíble cuando afirmaba que lo supo gracias a las investigaciones de los periodistas?
'La historia de Albright no se entiende sin conocer la biografía de su padre', afirma Dobbs. Josef Körbel fue un hombre apasionado por la diplomacia que pareció considerar, primero que la condición de judío era un estorbo para su carrera, y después, según se desarrollaba el nazismo, que era un terrible peligro al que no tenía por qué someter a sus hijos. Körbel y su familia pasaron la II Guerra Mundial en Londres, llegó después a ser embajador checo en Yugoslavia y huyó cuando fue evidente que los comunistas se habían hecho con el gobierno de su país.
La historia de María Jana Körbel es más común de lo que parece entre los judíos que emigraron a Estados Unidos. A Kati Marton, la esposa húngara de Richard Holbrooke, sus padres no le dijeron tampoco que sus abuelos habían muerto en Auschwitz. 'Pero ella descubrió la verdad en cuanto empezó a hacer preguntas, mientras que a Madeleine le había costado años', escribe Dobbs. Y aunque su extensa y amena investigación, que es el verdadero corazón de esta biografía, no llega a una conclusión definitiva, sí deja claro que la versión que ha mantenido oficialmente Albright es poco creíble. Es más probable que empezara a sospechar lo ocurrido bastante joven, pero que renunciara a saber más, primero por respeto al silencio de sus padres y después porque ya se había presentado a todo el mundo como cristiana.
Si los periodistas no hubieran hurgado en su familia, Albright no se hubiera sentido nunca condicionada por su historia. Toda su vida, demuestra Dobbs, ha sido una gran lucha por la adaptación, incluida su boda con John Albright, un millonario perteneciente a una de las familias más exclusivas de Estados Unidos, que la introdujo en un mundo más relacionado con el Gran Gatsby que con su infancia.
Pero detrás de esa frenética integración, de esa perfecta y divertida mujer que cría gemelas, se preocupa continuamente por adelgazar, interviene en cuantas actividades voluntarias le salen al paso y chismorrea con las diosas de su entorno, Pamela Harrison y Katherine Graham, existió siempre otra persona. Una que combinaba fiestas con estudios de doctorado y que convertía sus salones en seminarios sobre tratados antimisiles.
Y es de agradecer que Dobbs no olvide que Madeleine Albright fue la creadora de la teoría del 'multilateralismo enérgico', la impulsora de la intervención militar norteamericana en los Balcanes y la única voz que se alzó, con poco éxito, para que Estados Unidos cortara el genocidio de Ruanda. Fue ella quien preguntó a Colin Powell: '¿Para qué sirve ese soberbio aparato militar del que siempre está hablando si no podemos utilizarlo?'. Powell recuerda en sus propias memorias: 'Creí que me iba a dar un ataque. Los soldados estadounidenses no son muñecos que puedan moverse en una especie de tablero gigantesco'. Albright, que coincidió con el peor momento del escándalo Lewinsky y que fue leal a Clinton, no fue quizá uno de los secretarios de Estado más prominentes. Pero sí uno bastante decente.
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