Republika Solania, Daytonland y otras desolaciones
La evolución de los diversos procesos electorales que están teniendo lugar en los Balcanes prueba una vez más la distancia existente entre las expectativas occidentales, la óptica informativa y el significado real de lo sucedido. Desde hace ya años, se sigue un ritual que recuerda la secuencia informativa tantas veces descrita en la novela 1984, de George Orwell: inicialmente, cada convocatoria electoral es saludada triunfalmente por nuestra prensa como un signo de normalización y democratización. Cuando los resultados no cumplen con lo esperado -lo que es habitual- se pasa página y no se habla más. En todo caso, se tira por la vía rápida y se carga el resultado desfavorable en la crecida cuenta de las diversas tozudeces balcánicas o en el manido tópico de los odios interétnicos. Periodistas, y diplomáticos, que se consultan unos a los otros, no muestran demasiado interés en desentrañar aquello de lo cual los comicios celebrados son síntoma. Pero a estas alturas de las diversas transiciones y posguerras, y cuando tanto se identifica al País Vasco con los Balcanes, ya debería quedar claro que los conflictos de puro poder político tienen un papel predominante.
Lo preocupante en Serbia no es que los ciudadanos hayan 'suspendido' a sus políticos con la abstención en la segunda vuelta, sino que eso se haya debido en buena medida a la consigna de un neofascista como Vojislav Seselj, que, para mayor desconcierto, debería estar en la Corte Penal Internacional desde hace mucho tiempo. También da qué pensar el hecho de que el muestrario de candidatos que tiene el electorado serbio se reduzca básicamente a las tendencias de derecha: conservadora nacionalista, como la representada por el presidente Kostunica; neofascista, como la que lidera Seselj, o neoliberal, como la que defiende la línea Djindjic-Labus. Opción esta última que, todo hay que decirlo, ha demostrado ser bastante inoperante en casi todos los países de la Europa oriental (y Rusia), por no hablar del caso argentino. En realidad, al margen de la personal respetabilidad del candidato, lo cierto es que su oferta anda un poco anticuada a estas alturas como para venderla como eficaz y novedosa. El hecho de que los padrinos occidentales la apoyen no termina de añadir mucha emoción al asunto.
Por el contrario, las potencias intervinientes no se han preocupado demasiado por reconstruir al Partido Socialista serbio, injustamente considerado 'el de Milosevic'. Esa actitud ha demostrado ser nociva, porque de la división interna del PSS ha sacado partido el ex presidente ahora juzgado en La Haya, que dio la consigna de votar a Seselj, lo cual da que pensar sobre el poder real que su sombra sigue ejerciendo en la política serbia. En parte eso es debido a que en la arena política de ese país no hay ningún partido de izquierdas con un programa social, algo muy necesario ante las incertidumbres de la privatización; y como en otros países de los Balcanes ese boquete lo cubre, aunque sea de forma muy deficiente y engañosa, el neofascista Seselj.
También ahora comienza a ser evidente la influencia de la temeraria estrategia occidental consistente en abordar cada conflicto balcánico aisladamente, con independencia del vecino. Como era de temer, unos y otros se vigilan por el rabillo del ojo. Al quedar concentrados los diferentes procesos electorales en unas pocas fechas, lo que ocurre en un país repercute en el otro. El resultado general parece estar siendo una regresión hacia los planteamientos 'resistenciales' derivados de los efectos que los exabruptos nacionalistas de unos ejercen sobre los vecinos. Parece evidente que las declaraciones del serbio Kostunica sobre el 'necesario retorno' de la Republika Srpska a la 'madre patria' ha tenido su eco en el voto nacionalista de las elecciones bosnias. Y lo ocurrido aquí posiblemente ha influido en la segunda vuelta de las presidenciales serbias, en las parlamentarias montenegrinas e incluso en las municipales kosovares.
Ese tipo de negligencias se refleja asimismo y de formas diversas en el déficit de inversiones exteriores que padecen los países balcánicos. Serbia ha dado la espalda a Occidente, se lee en la crónica tipo que publican los diarios tras la anulación de la segunda vuelta electoral. Si es así, Bosnia también lo ha hecho, porque han ganado de nuevo los partidos nacionalistas, contra las 'recomendaciones' de los padrinos occidentales. Pero como aquí hay más inversión occidental previa (no sólo en mantenimiento de tropas, sino también en capital político intervencionista), se aplica el consabido doble rasero y se pasa de puntillas sobre el asunto. Mientras tanto, Serbia sufrirá las consecuencias de la habitual evaluación torticera y seguirá sin oxígeno financiero exterior, lo cual a su vez repercutirá en la permanencia de la inestabilidad y la derechona.
En realidad comienza a ser sospechosa esta actitud tendiente a mantener algunos Estados balcánicos como parias perpetuos, incluyendo a Rumania y Bulgaria en el fenómeno. Da la sensación de que en parte la idea consiste en preservar potenciales zonas de producción barata para cuando los nuevos candidatos orientales a la Unión Europa dejen de serlo y ya no compense fabricar allí automóviles de patente occidental o el producto que sea. Pero no conviene engañarse: el desinterés y la falta de inversiones no sólo contribuirán al ambiente desolado de Belgrado o al guirigay político en Podgorica: por sí solos no hay manera de que salgan adelante experimentos pacificadores de corte occidental como la nueva República de Serbia y Montenegro alumbrada el 14 de marzo (conocida jocosamente como Republika Solania por el protagonismo de Javier Solana) o Daytonland (el nombre local que se aplica a la Bosnia surgida de los acuerdos de Dayton).
Francisco Veiga es profesor de Historia de Europa Oriental, UAB, y autor de La trampa balcánica, Barcelona, 2002.
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