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Columna
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El bosque de Europa

¿Cuántos traductores simultáneos hacen falta para que 30 lenguas puedan hablar entre sí durante un par de horas? La pregunta no es baladí. La respuesta tampoco: necesitaríamos nada menos que 870 traductores para que todos pudieran entenderse a la vez. ¿Qué cuesta semejante volumen de traductores? La cifra es relativamente fácil de calcular si partimos del hecho concreto de que un solo día para traducir 27 lenguas -que son las que en un futuro no tan lejano podría tener la nueva Europa- cuesta, a precio de hoy, un millón de dólares.

La imaginación se dispara ante estas posibilidades: ¿habría suficientes traductores?, ¿serían éstos lo suficientemente buenos como para no contribuir al juego de los disparates?, ¿de dónde saldría este dinero? En esta tesitura nos dejó esta semana Josep Borrell, diputado socialista y uno de los representantes españoles en la convención que acaba de hacer público un primer borrador de Constitución Europea. Con este ejemplo de la Babel de las lenguas, Borrell planteó a un grupo de periodistas en Bruselas el reto cotidiano de una Europa de 25 miembros, cosa que está a la vuelta de la esquina, en 2004. Un desafío monumental que tanto Borrell como otros muchos europeos de todos los pelajes consideran imprescindible afrontar para que el futuro, aquí mismo pero también en toda Europa, sea algo que valga la pena.

Europa, ese lío. Europa, ese aburrimiento. Europa, esa cosa de funcionarios. Europa, esa utopía de cuatro chalados. Europa, esa entelequia que no existe. Europa, ese chivo expiatorio de frustraciones colectivas que ignoran la historia. Europa, ese reto a la imaginación, a la inteligencia y a la forma de entender el mundo. Europa, ese botín apetecido por las macroempresas sin más patria que el beneficio económico (ver Europa, SA, de varios autores, que acaba de publicar Icaria). Europa, esa meta de inmigrantes y desheredados. Europa, la vieja señora que se niega a desaparecer aunque el emperador de Washington lo apetezca, acarrea hoy todos esos tópicos y realidades, pero no por ello ha dejado de tener sus planes propios para que nuestra vida sea mejor.

¿Y eso cómo se hace? ¡Ah, amigos!: ahí está el gran asunto, que es ya una batalla ideológica de fondo: la del pluralismo europeo frente a quienes resuelven a piñón fijo, la del diálogo en lugar de la imposición, la de la complejidad real frente a la simplificación virtual de lo unívoco. Europa, la potencia de lo civil frente a la potencia de lo militar. Una Europa que no busca lo único, sino lo común. Javier Solana, Mr. Pesc, coordinador de lo más incoordinable de la Unión Europea, que es la política exterior común, suele decir que hay que mirar a Europa como una gran molécula en la que los átomos -los países- que contiene comparten la energía producida por los electrones -la gente- que la unen.

Algo así es lo que ahora buscan los padres de esa Constitución europea que, en definitiva, tratará de poner por escrito lo más difícil: los trazos de una identidad europea común. Algo que existe, pero sólo ha sido parcialmente expresado. ¿Tienen algo en común los 500 millones de personas que en 2004 serán Europa? ¿De qué se trata? ¿Cómo entenderlo? Europa es algo más que un nombre o unos intereses meramente económicos: es un estilo de vida y una forma de pensar en la pluralidad. Y éste es, justamente, el problema: hacer entender esta pluralidad, esta vía atípica. Europa es un método, un procedimiento. En Bruselas se cuece todo esto ahora mismo: se abona un gran bosque en el que no sólo cada uno de los árboles tiene su interés, sino que se trata de abrir espacio a otros árboles del mundo. ¿Propaganda? No sirve. Europa sólo podrá ser aquello que queramos que sea. Claro está, si nos empeñamos e implicamos en ello. El esfuerzo vale la pena.

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