El ocio envejece
Sumándose a la epidemia de efemérides que estamos viviendo, la Guía del Ocio celebrará sus primeros 25 años en el Palau Robert el 26 de noviembre. Uno de los modelos en el que se inspiraron los fundadores del semanario es el vigente Pariscope, indispensable para moverse por París y de formato ideal para llevarlo en el bolsillo de una gabardina, a ser posible de corte existencialista. Las ofertas se suceden en un tipo de publicación que, a lo tonto a lo tonto, ha conseguido ser el electrocardiograma del corazón hotelero-cultural de Barcelona. Si alguien se toma la molestia de repasar estos 1.301 números, obtendrá el retrato de una ciudad poco segura de sí misma, muy prostibularia y en la que se valora más al loco por conocer que a los muchos sabios conocidos. Algunos de sus colaboradores más veteranos siguen al pie del cañón. Jordi Batlle y Àlex Gorina se encargan del cine, Gonzalo Pérez de Olaguer del teatro, Miquel Sen de la comida y Rafael Taixés de la bebida.
La tripulación ha envejecido junto a sus lectores, con los que no siempre coincide pero a los que nunca han dejado de informar sobre esta sincopada evolución, que va desde el populismo callejero posfranquista a las moderneces preolímpicas y a la explotación de un litoral que se está cobrando con creces el dinero que perdió mientras vivió, como dice el tópico, de espaldas al mar. Yo mismo confieso haber utilizado la Guía del Ocio como brújula, a veces en negativo. Ejemplo: si Gorina hablaba bien de una película, yo no iba. Si él la criticaba con su documentada vehemencia, corría a comprarme la entrada. Lo mismo ocurría con Sen. Si ponía verde un restaurante, allí estaba yo, zampándome los platos de dos en dos y encantado de discrepar del reputado gastrónomo. El porcentaje de aciertos en la aplicación de este sistema (impuesto tras seguir sus consejos y concluir que teníamos gustos antagónicos) ha sido de una gran eficacia, así que les agradezco su trabajo, que se ha convertido en referencia. Porque la misión de un crítico no sólo consiste en crear adhesiones, sino también en expresar un criterio argumentado que, luego, el lector tiene derecho a contradecir.
La Guía del Ocio siempre me ha ido informando de cosas de las que jamás me habría enterado de no ser por ella. Uno puede pasarse años leyendo que se abren o cierran restaurantes de cocina rusa o mexicana sin haberlos pisado, sólo por la curiosidad de saber que existen. Asimismo, es un espectáculo comprobar cómo, con el tiempo y la relajación de las costumbres, la revista ha ido cediendo a los anuncios de empresas especializadas en desenfrenadas despedidas de soltero, o los prostíbulos, o los locales de intercambio, o los edenes con masajistas y promesas de relajación sin sentir la necesidad de contratar sus servicios. Con la perspectiva de la distancia, pues, hoy pueden detectarse las sucesivas oleadas de modas más o menos pasajeras, cómo se van y cómo vuelven, reconvertidas en cíclicos remakes colectivos.
Para celebrar este cuarto de siglo, la revista ha tenido la idea de convocar un concurso de anécdotas relacionadas con el ocio: los mejores momentos de cuando vamos al restaurante, un bar de tapas, una bolera, un museo, una discoteca o una galería de arte. El premio será un viaje cuyo destino está por decidir. El ocio es una fuente inagotable de situaciones tragicómicas, así que intuyo que serán muchos los que participarán en este prometedor y público libro de reclamaciones. ¿Habrá alguna historia del hombre que vio que habían abierto un nuevo prostíbulo, lo visitó y se encontró con que una de las chicas era su hija? ¿Contará alguien que, el día de su inauguración, las cucarachas bailaban en la cocina de un restaurante que, en teoría, tenía que revolucionar la historia de la gastronomía? ¿Hablarán las paredes de los retretes de las discotecas? Yo, por mi parte, puedo contarles una. Entre los muchos restaurantes comentados por la guía, había uno que, por desgracia, todavía existe. Estaba de moda en los años ochenta. Mesas de mármol y unos botes con guindillas, un recurso atrevido para entretenerte mientras llegan los platos. Total, que fui. Mi cultura gastronómica se limitaba al menú infantil, así que actué en consecuencia y pedí cóctel de gambas. Tres horas más tarde, empecé a sentir unos molestos retortijones a la altura del ombligo que degeneraron en un tremendo dolor. Descomposición, vómitos y otros detalles escabrosos que, por decoro, les ahorraré. Tuve que ser ingresado de urgencias y, durante 48 horas, permanecí entubado y sometido a observación. Diagnóstico: gastroenteritis. Culpable: la pérfida salsa rosa. Desde entonces, la Guía del Ocio no sólo es un instrumento de consulta, sino también el recordatorio de las minas que no me conviene volver a pisar.
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