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Tribuna:LA LEY DE CALIDAD DE LA ENSEÑANZA
Tribuna
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Contrarreforma educativa

La ley de Calidad que impulsa el Gobierno del PP encierra, según la autora, una auténtica contrarreforma educativa

Los socialistas estamos de celebración. Hace 20 años, Felipe González inauguró una etapa política que cambió el destino histórico de los españoles. Entre sus prioridades y sus logros, hay uno destacado: universalizar la educación. Coinciden estas fechas precisamente con el debate de enmiendas, más de mil, al proyecto de la ley (mal llamada) de Calidad de la Enseñanza del Gobierno del Partido Popular. Coinciden también con las movilizaciones de protesta pública contra lo que supone una contrarreforma que afectará a nuestro modelo de sociedad. Porque conviene advertir que este debate trasciende las coordenadas pedagógicas, para convertirse en un debate de cultura y sociedad que afecta al modelo social. No deja de ser significativo que en aquel año de 1982 el debate no fuera el índice de fracaso escolar, sino el de la universalidad en el acceso a la educación, la multiplicación de la oferta en pueblos y ciudades, la construcción masiva de escuelas e institutos.

La ley no surge de diagnóstico alguno, sino del tremendismo más populista y acientífico.

Acabábamos, hacía apenas siete años, de salir del régimen franquista, que puso fin al renacimiento cultural de la II República; una República de intelectuales que hizo acopio de la mejor corriente de pensamiento transmitida por las generaciones del 98, el 14 y el 27. El triunfo de Franco en la guerra civil interrumpió aquella realidad, para traernos el tiempo de silencio novelado por Martín Santos, o silencio artificial, en palabras de Carmen Martín Gaite. Y aquel tiempo se nos llenó de fútbol, de toros, de literatura de quiosco, de cine y de radio. Pero la rebeldía popular sirvió para no dejar pasar del todo la cultura oficial franquista, y fue a través de ese resquicio como la conciencia liberal de la cultura española logró abrirse paso de nuevo.

'Sin memoria de la Historia no es posible construir consecuentemente el futuro, porque la memoria es la identidad', nos decía Felipe González en la plaza de Las Ventas el 27 de octubre, recordándome lo que una vez leí a Evelyn Waugh en Bridshead Revisited: 'La memoria es como la vida misma, porque en realidad sólo poseemos el pasado'. Con memoria recordamos que el espíritu de la transición, inaugurado por los Pactos de La Moncloa y formalizado en la Constitución de 1978 y estatutos de autonomía, consiguió zurcir civilizadamente las diferencias entre españoles. Pero también hay memoria suficiente para reconocer la subsistencia clara de dos líneas de pensamiento, dos corrientes, que se manifiestan con claridad en algunos momentos puntuales de nuestra historia. Hay memoria de nuestro diferente sentido de pertenencia a una u otra tradición, la de derechas o la de izquierdas. He oído a Antonio Muñoz Molina reconocer el sacrificio de una generación inmolada en la guerra civil y su esperanza de que este sacrificio tendría forzosamente que producir resultados en la eclosión de una nueva forma de ser. Nuestros antepasados habrían muerto para algo. Es verdad, pero no es menos cierto que parte de nuestros conciudadanos no se reconocen en esa tradición y que la diferencia asoma a veces, sobre todo en algunas concepciones de la vida y de la sociedad. La educación es un ejemplo. La diferencia ideológica aquí es radical.

Porque la socialdemocracia siempre ha sabido ver en la educación más que la derecha. Ha sido el socialismo el que ha elevado a categoría de ley la autonomía de nuestras universidades, el derecho a la educación, la libertad de enseñanza, la participación de la sociedad en la escuela, el aumento en dos años, hasta los 16, de la enseñanza obligatoria, el gran consenso de progreso en torno a la reforma de la educación no universitaria por la vía de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE).

Y coincide esta celebración socialista con el debate de más de mil enmiendas a la contrarreforma de la LOGSE que el gobierno del Partido Popular ha puesto en marcha. Una futura ley que, por insólito que parezca, no surge de diagnóstico alguno, sino del tremendismo más populista y acientífico.

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Frente a casi cuartro años de debate público para preparar la LOGSE, simples comentarios banales relativos a las faltas de ortografía y a los conocimientos de los alumnos de hace 30 años están, lamentablemente, en la base de esta reforma; olvidando que todavía en el año 68 sólo un 25% de personas permanecía en la educación a los 16 años o que sólo el 55% de ese 25% aprobaba la reválida. Es decir, que el Partido Popular ha pretendido elevar su diagnóstico a categoría universal, cuando ya el universo de referencia había sido limitado por una selección que lo había reducido a su cuarta parte.

De entre los muchos aspectos criticables en este proyecto de ley, la introducción de los itinerarios resulta el más grave, al poner el binomio igualdad-calidad en una relación de confrontación, en vez de complementariedad; porque este proyecto segrega a los alumnos a los 12 años con los llamados 'equipos de refuerzo', una forma sutil para empezar a discriminar; etiqueta desde los 14 con los itinerarios y consagra definitivamente la rancia separación entre Bachillerato, Formación Profesional y otras salidas que conducen a la nada a partir de los 15 años.

Así, cuando la recomendación de la OCDE en políticas educativas es precisamente la de evitar la separación de los alumnos por capacidades en distintos itinerarios; cuando incluso la escuela superior norteamericana, que es totalmente autónoma, ha abandonado los curriculum tracks (de un 93% en el 1965 al 15% en 1991) porque la discriminación, incluso para una etapa superior, no es buena; o más significativo, cuando en el Reino Unido, con una larga tradición, también en declive, de agrupamiento por capacidades, se concluye que este sistema es menos eficaz para mejorar la calidad (J. Ireson y S. Hallam, Ability Grouping in Education, 2001); incluso cuando Alemania va a iniciar una reforma para evitar los agrupamientos tras recibir los resultados del Estudio Pisa, la ministra Pilar del Castillo decide avanzar en el sentido opuesto al viento, poniendo a los jóvenes españoles en situación de desigualdad cuando su proyecto de vida aún no ha empezado a perfilarse.

Este proyecto limita de hecho el periodo de aprendizaje común del alumnado y reduce el número de alumnos que acceden al Bachillerato y a la Universidad, como si la cantidad de Educación fuera irrelevante para su calidad.

Es, en consecuencia, un proyecto contracultural que traerá desigualdad y que quebrará una de las principales conquistas de la democracia española: la educación gratuita y obligatoria hasta los 16 años, uno de los mejores resultados de la etapa González y que mejor traducía la perspectiva con la que la izquierda ha percibido siempre la Educación. Como instrumento de igualdad para el acceso a los bienes de este mundo de todos los seres humanos.

Curiosamente, en el año 96, en su campaña electoral, Aznar reconocía indirectamente los logros socialistas, al afirmar que se dirigía a la generación de jóvenes mejor preparada de la historia. Por lo visto, Aznar ha cambiado de opinión y ha decidido desandar el camino que tanto esfuerzo costó.

Isabel Celaá Diéguez es portavoz de Educación del Grupo Socialista en el Parlamento vasco.

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