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Columna
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Preguntas del día de los muertos

Las víctimas redimen a las víctimas, ése es el círculo infernal en el que parece haberse instalado el naciente siglo con su guerra infinita. Una guerra permanente, de la que parecen excluidos los objetivos clásicos y en la que entra en juego un señuelo del que nos habíamos separado hace siglos: la salvación. Un señuelo, y digo bien, con los Santos Lugares incluidos, como antaño, y sin que sepamos tampoco ahora qué intereses encubre esta nueva cruzada ni, lo que es peor, a quiénes salva o de qué nos salva. Antaño lo sabían, pues la vida venía de Dios y hacia Él volvía. Pero, ¿a quiénes pertenecen ahora las vidas que se ponen en juego?, ¿y en nombre de qué o de quién se ejecutan estas sangrías que presenciamos aterrados y con la creciente convicción de que estamos en la cola? La respuesta es cada vez más clara: se ejecutan en nombre de nosotros mismos, nos matan para salvarnos. Las víctimas son sacrificadas en el altar de las víctimas, y es en nombre de las víctimas, y sólo de ellas, como se justifica todo, todos los horrores.

El concepto Auschwitz, utilizado con tanta frivolidad, está siendo invertido. Y no me baso en la anécdota del gas para afirmarlo. La absoluta inmoralidad que supuso el lager está siendo barrida y sustituida por la moralidad absoluta. El undermensch, el no hombre, aquél que no era merecedor de la condición de víctima, sino que era sólo un objeto de la cadena de destrucción de la industria de la muerte, se ve ahora entronizado. Ha recuperado la condición de víctima, de víctima potencial, pero eso no lo salva de la masacre, sino que lo condena a ella. Y lo condena, y he ahí la cruel inversión que neutraliza toda moral en nombre de la moral, para salvarlo de ella. La víctima acaba convirtiéndose en el principal argumento para la destrucción.

Lo ocurrido en el teatro Dubrovka de Moscú puede ser un buen ejemplo de lo que digo. Busquemos a los responsables últimos de la matanza. No cabe duda al respecto: los terroristas chechenos. Al secuestrar bajo amenaza de muerte a los espectadores del teatro los habían sentenciado ya. Los habían convertido en no-hombres, efectos colaterales de un combate que se libraba en su nombre, pero en el que apenas contaban ya. Los objetivos del combate eran otros para ambas partes, y sólo cabe diferenciar el lugar que los secuestrados ocupaban para cada una de ellas. Carnaza instrumental para los chechenos, quienes se apresuraron a liberar a los musulmanes y señalar así al resto como no-hombres, un material fungible cuyo reconocimiento de humanidad se encomendaba a la otra, y sólo a la otra, parte. El valor de los secuestrados residía en que fueran reconocidos como humanos por la otra parte, por la rusa, porque para los chechenos carecían de esa condición. Ese era el presupuesto de la acción y fue también lo que ésta sentenció de forma definitiva.

Pero veamos lo que los secuestrados significaron para la otra parte, para la rusa. Ciertamente eran seres humanos cuyas vidas había que salvar, en caso contrario habrían dejado que los terroristas cumplieran su amenaza sin mayores consecuencias. Sin embargo, queda claro desde el primer momento que había que salvarlos sin renunciar a otra finalidad, ésta política, ya que no había que ceder ante el chantaje terrorista. Correcto criterio, una vez más, pero es a partir de ese momento cuando la condición de los secuestrados comienza a desempeñar un papel fundamental cara a las posibles soluciones. ¿Es necesario salvarlos a todos, para lo cual se hubiera recurrido a la mentira, al engaño, a la seducción, al fraude, a complicadas o diabólicas operaciones de rescate para conseguir ese objetivo? ¿Era salvar la vida de todos los 'seres humanos' secuestrados el objetivo prioritario de la operación?

Lo cierto es que se optó por una solución por la que, al parecer, podrían haber muerto todos. No habrían fallecido los no-hombres de los chechenos, sino las víctimas entronizadas en las que previamente habían sido convertidos los seres humanos secuestrados. Víctimas señaladas por la muerte y que después justificarán una política de destrucción realizada en su nombre. ¿Puede realmente justificarse una política fundada en las víctimas y no en el rechazo a victimizar al ser humano? ¿No acaba siendo la víctima el ser humano instrumentalizado para otros fines espúreos -la industria del poder- por más que se le restituya al altar del que había sido expulsado el no-hombre u objeto para la industria de la muerte? Son preguntas que conviene hacerlas en esta hora en que se celebra a los muertos.

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